¿Recuerdas cómo sucedió? En este caminar espiritual me he dado cuenta que debemos recordar el momento de nuestra conversión como la llama que se encendió en nosotros y hay que recordar ese momento, llamado o transformación para no olvidar por qué seguimos, para qué estamos aquí y para focalizar nuestro verdadero objetivo; que va más allá de ser buenas personas o tolerantes con los demás; se trata de volver a Aquél que es bueno con nosotros.
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La conversión es un proceso, no un acontecimiento. Viene como resultado de nuestros esfuerzos justos por ser seguidores del Hijo de Dios, reconocer que el Padre Celestial nos ama de una forma única y que nos ha dado el Espíritu para enfrentar nuestro caminar. La conversión es un llamado que sucedió en algún retiro, charla o simplemente cuando el corazón estaba dispuesto para escuchar el llamado, se trata de nuestro primer amor.
Grandes religiosos describen este acontecimiento como algo revelador, de esta manera, el monje, desde su misma «conversión» hasta su muerte, se sentía sometido a la constante acción del Paráclito. Las cartas de San Antonio ya subrayan con fuerte realismo esta acción santificadora. Convertirse, es dejarse guiar por el Espíritu, confiar en el nuevo rumbo que tendrá nuestra vida.
“Purificarse de la fealdad adquirida por los vicios, escribe San Basilio, volver a la belleza de la naturaleza, restaurar, por así decirlo, la forma primitiva de la imagen real por la pureza: sólo mediante esta condición es posible acercarse al Paráclito”.
Una conversión con miras a la santidad
La conversión debe ser el camino y no el objetivo, cada día, cada problema y en todo momento volver la mirada a ese encuentro que cambió nuestra historia. Está muy bien que el aprendizaje, la información nos lleven a analizar aspectos de nuestra Iglesia, pero a veces “politizamos” tanto, que olvidamos el objetivo real por el que decidimos seguir el amor de Dios.
Sin crítica, sin reclamo, Dios sabe que lo escribo con el corazón; pero siendo sincero, nos convertimos y luego lo olvidamos, para enfrascarnos en temas que se encuentran más en la discusión y manejo de usos y costumbres. El verdadero amor que debería movernos, emocionarnos e inspirarnos pasa a un segundo o tercer plano.
La vida nueva es una lucha constante, la de una conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos. San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).
Finalmente, quiero concluir esta colaboración con la siguiente numeralia del Catecismo de la Iglesia Católica el 1435: “La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia“. (cf Lc 9,23)