Pasado el primer entusiasmo han ido apareciendo en los medios todo tipo de especulaciones sobre personajes que serían enemigos del Papa Francisco. Algunos se entretienen haciendo listas de cardenales u obispos que silenciosa o abiertamente manifiestan su oposición a las decisiones del Santo Padre en el Vaticano. Otros están señalando el rechazo que la figura de Francisco estaría generando en Conferencias Episcopales enteras. En su tierra, Argentina, abundan las listas de instituciones, políticos, obispos, periodistas o personajes varios, que están disconformes con su manera de conducir la Iglesia y de “entrometerse” –dicen–, en la política local. Todo esto ocurre mientras la popularidad del papa Francisco y su importancia internacional siguen en ascenso en todo el mundo.
Si en lugar de mirar los medios de comunicación ponemos la atención en las palabras y gestos del mismo Papa, ¿cuál es el enemigo? Si en lugar de mirar con desconfianza hacia eclesiásticos, periodistas y políticos críticos, miramos a quienes son los destinatarios de las críticas de Francisco, ¿a quiénes encontramos? Para decirlo de otra manera: para el Papa ¿quién está en contra suyo?
Francisco se arriesga constantemente, y al hacerlo,
vive una vida como la de la inmensa mayoría de las personas
que experimentan la inseguridad,
la angustia por el futuro y muchas otras inquietudes
Buscar la respuesta a estas preguntas intentando encontrar nombres y apellidos es una tarea inútil, jamás el Papa cometería la torpeza de nombrar a alguna persona en particular. De hecho conserva a su lado, en lugares de confianza, a varios de los señalados como supuestos enemigos. Para responder es necesario ampliar la mirada y buscar en textos y gestos papales el tema o la situación más denunciada por el Santo Padre como el mayor obstáculo a vencer o superar. Si nos detenemos en esa tarea es fácil llegar a una respuesta: para Francisco el gran enemigo no es una persona o institución, es una actitud, es la indiferencia.
La indiferencia ante las tragedias humanas, la indiferencia ante los conflictos e injusticias en el interior de las sociedades y, finalmente, la indiferencia ante las urgencias de la Iglesia. Para combatir la indiferencia el Papa adopta palabras y gestos inquietantes, desafiantes. El Papa es un provocador que no deja a nadie instalado en su sitio, especialmente si ese sitio es un lugar cómodo desde el que se puede observar la realidad sin correr riesgos.
Es también esta actitud la que le gana la adhesión de millones de personas en todo el mundo, porque la gente común, a diferencia de los comentaristas de la realidad, es gente que vive en riesgo y se siente comprendida por un Papa que se pone en riesgo. Desde su decisión de no vivir en un Palacio sino en un hotel, de huir de los vidrios blindados y, sobre todo, de hablar y moverse con libertad, Francisco se arriesga constantemente, y al hacerlo, vive una vida como la de la inmensa mayoría de las personas que experimentan día a día, y hora a hora, la inseguridad, la angustia por el futuro de sus familias y muchas otras inquietudes.
Vivimos un tiempo diferente con un Papa distinto. La sede de Pedro no es hoy un lugar cómodo del que brotan todas las respuestas sino el punto del que surgen las preguntas molestas que quieren sacudir la indiferencia de los que tienen en sus manos las respuestas al inmenso dolor que circula por el mundo, o de quienes tenemos en nuestras manos la posibilidad de aliviar algo del sufrimiento que nos rodea.
Lo contrario de la indiferencia es la inquietud, dejarse conmover, llorar, preguntarse, interpelarse a uno mismo. Francisco es un maestro en el arte de desafiar la comodidad y la rutina. En realidad, no es un maestro, sino un buen discípulo del Maestro, aquel que como nadie hace frente a todas la hipocresías, ya sea en un pesebre o en una la cruz.