Está claro que la mejor época para cada uno es la propia, aquella en la que te sientes más cómoda, dónde has nacido y crecido, en esas circunstancias cuyos códigos conocemos y en las cuales nos sabemos manejar con más o menos destreza. Por eso, cuando te asomas a otros momentos históricos resulta inevitable cuestionarse si serías capaz de vivirlos, al menos con la soltura como otros lo hicieron. Esta sensación me asaltó el domingo pasado, no solo cuando recorrí las ruinas romanas de Villa Adriana, sino, sobre todo, al visitar el Sacro Speco en Subiaco. Es un monasterio que se levanta en torno a la cueva donde san Benito permaneció solo durante tres años. Vivir todo ese tiempo en un lugar frío, oscuro y solitario, no sé si es admirable, pero sí sé que no es imitable… al menos por mí.
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Definitivamente, vivimos en otras circunstancias. Justo esta semana había leído el alto número de personas que sufren soledad no deseada en España. No solo es elevado el porcentaje de quienes se sienten solas aun estando rodeadas de gente, sino que también lo es el costo que esto implica, al menos para la sanidad pública, que es más fácil de cuantificar. Lo emocional es tan central en nuestra existencia que la salud también queda malherida cuando añoramos que haya quienes permanezcan cerca de nosotros en lo cotidiano. Sin duda, la soledad es todo un misterio, pues atraviesa y perfora a algunos, mientras otros eligen vivirla e incluso disfrutarla.
La soledad, esa “amante inoportuna”
Quizá sea una de esas teorías mías de difícil verificación, pero tengo la sensación de que es probable que en cada uno de nosotros convivan, no siempre en armonía, ambas dimensiones. Por una parte, un irredento eremita que disfruta alejado de todos y, a la vez, un sufriente solitario a su pesar, que daría cualquier cosa por esa caricia del alma (y no del alma) que es encontrarse con alguien desde lo profundo. Creo que Joaquín Sabina estará de acuerdo conmigo, al menos es lo que parece cuando describía los efectos de esa “amante inoportuna” llamada soledad diciendo: “Algunas veces vuelo y otras veces me arrastro demasiado a ras del suelo…”.
Así es nuestra vida, también la creyente, que se va tejiendo entre soledades y encuentros y se nutre de ambas. Bien lo sabía Jesús, que pronto se rodeó de un grupo de compañeros (Mc 3,13-14) y, a la vez, buscaba sus momentos para alejarse de todos y quedarse solo (Mc 1,35). Somos soledad y compañía, una conjugación de ausencias y presencias… ¿no será algo de esto lo que hemos celebrado en el Corpus Christi? Sea lo que sea, podríamos seguir el consejo de Sabina y recostar nuestra cabeza en el hombro, más que de la luna, de Quien es “el sol que nace de lo alto” (Lc 1,78). Quizá fue esto lo que hizo Benito en la cueva y quizá sea eso lo que nos lance a permanecer cercarnos unos a otros.