Hay una generación que nació con un pie en el frente de una guerra fratricida y hoy reclina su cabeza en última batalla contra una pandemia. Una vida entre dos desastres y un adiós sin despedida. No parece justo semejante ensañamiento. El frente les ha pillado de nuevo arrinconados, como han estado casi toda la vida por unos y otros.
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Hoy el frente está al otro lado del cristal de la ventana, en el rellano de la escalera, en el lineal vacío del papel higiénico y la lejía, en un beso lanzado al aire por no poder abrazar. A una señora estuvieron a punto de lincharla en el mercado por saludar así, en la distancia, a su amiga del alma.
El frente está en el piso, con la madre confinada en la habitación de matrimonio y con los chicos revolucionados en el salón donde el padre monta su catre de campaña por las noches. Está al abrir la puerta que Teresa deja cojeando tras de sí, una vez pedida el alta de su operación de rodilla porque no aguanta ver por televisión a sus compañeros de hospital, aunque no sea el suyo, o también sí es el suyo.
Está en las cajas de cartón cuyos inquilinos conoce por sus nombres y heridas de todo tipo Tíscar, y en los pasillos de las casas sacerdotales, a los que han prohibido que se asomen bajo ningún concepto esos curas mayores, a los que les flaquean las piernas, pero no el ardor ni desde luego el amor.
El frente está en los balcones, donde cada noche hay escaramuzas para ganarle la batalla al miedo, y en la cara de la cajera, que empieza a cansarse de la heroicidad a cambio de una miseria, aunque agradece que ahora la saluden. Está en la abuela que huye de la ciudad y acaba cosiendo mascarillas en el pueblo, y está en la mirada compungida de otra hija, que creyó proteger a la madre acogiéndola en su casa y ahora ya no le dejan verla, qué se iba a imaginar que la contagiaría ella…
El frente está más cerca que nunca, y en esa cercanía se está fraguando su derrota.