Hacia fines del año pasado, el papa Francisco encargó a dos obispos uruguayos, los monseñores Tróccoli y Fajardo, la tarea de realizar una visita apostólica -una suerte de auditoría- a los seminarios españoles. El encargo, así parece, puede extenderse a otros países.
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Conviene recordar que estos institutos inician formalmente en el Concilio de Trento, realizado entre 1545 y 1563. Surgen con los noviciados de las órdenes religiosas, mucho más antiguos, como referencia obligada. En el Concilio Vaticano II (1962-1965) se buscó una renovación de los mismos, sintetizada en el decreto Optatam Totius, sobre la formación sacerdotal.
La indicación del Papa llega en un momento donde la disminución en el número de presbíteros, en el mundo entero, está tocando cifras alarmantes, por lo que abundan edificios enteros, dedicados a esta tarea formativa, prácticamente vacíos. Pero, más allá del problema numérico, me parece que estamos ante una excelente oportunidad para plantearnos el futuro de estos recintos.
Tendríamos que partir de una obviedad: por más y que han sufrido modificaciones, siguen reflejando el modelo de una Iglesia más propia del siglo XVI que del XXI: lejana del mundo, temerosa de él. No extraña, en esta hipótesis, que se busque reclutar a jóvenes para que se conviertan en pastores de ese tipo de Iglesia.
Así se entiende, entonces, la formación tan extensa -más de ocho años- que no corresponde, en ocasiones, a una excelente capacitación académica; el que los seminaristas permanezcan recluidos con esporádicas salidas “al mundo”; el que no trabajen de forma asalariada, cuando muchos de ellos ya lo hacían antes de ingresar, con las responsabilidades propias de cualquier joven a su edad; el que vistan ropajes que en vez de acercarles a los fieles, les aleja; el que de manera casi inconsciente empiecen a succionar el clericalismo, que tanto daño nos ha hecho siempre, pero más en los últimos tiempos.
Visualizar el futuro de los seminarios, exigiría, también, y quizá en primer lugar, preguntarnos qué tipo de presbíteros son los que la Iglesia del futuro va a necesitar: si críticos en lo intelectual, sensibles en lo pastoral, maduros en lo humano y místicos en lo espiritual, o plegados a lo que dicte la autoridad, distantes en su trato con las personas, infantiles a la hora de tomar decisiones, y burócratas de la religión.
Bienvenida, entonces, la auditoría a estos establecimientos en España. Ojalá se extiendan a otras naciones.
Pro-vocación
Murió el cardenal Pell, conocido más por su encarcelamiento en Australia -durante 404 días- que por sus labores en la Secretaría de Economía del Vaticano. ¿Fue culpable de abuso infantil o inocente? Las leyes civiles y eclesiásticas lo liberaron de toda culpa, no así, me parece, el imaginario colectivo. Hoy, cualquier acusación de ese tipo encuentra, de inmediato y sin mediar el mínimo análisis, el veredicto de culpabilidad en la opinión pública.