Supongo que forma parte del elenco de dichos que otorgan a los padres cuando reciben a un bebé en el hospital, pero mi madre siempre nos advirtió que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, porque las mentiras tienen las patas muy cortas y son muy fáciles de atrapar. No sé si los políticos no recibieron estas advertencias maternas, pero últimamente empieza a ser escandaloso eso de “donde dije digo, digo Diego” con el que se ha aderezado la actualidad en el antes, durante y después, no tanto del parto como de la campaña electoral. Me da a mí que esta tendencia a una ‘inexactitud’ sospechosa, venga de donde venga, desborda con mucho las estrategias políticas de unos y de otros y que, de tanto usarse, perdemos la noción de su gravedad. Corremos el riesgo de olvidar que la mentira es un virus contagioso al que todos estamos expuestos y que, si nos descuidamos, nos puede acabar contagiando y convenciéndonos de que lo falso es verdadero y de que no es lo mismo ser contrabandista que narcotraficante.
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La serpiente
Nuestra exposición a esta pandemia de mentiras y medias verdades no se remonta solo a los más de seis años que han pasado desde que el neologismo ‘fake news’ fue considerado palabra del año, pues es tan antigua como nuestra existencia. La tradición bíblica lo tiene tan claro que sitúa el origen de todo mal en una manipulación de la información por parte de la serpiente, que cometió la pretendida inexactitud de generalizar a todos los árboles la prohibición de Dios y de afirmar que comer del fruto prohibido convertiría a las criaturas en dioses (Gn 3,1.5). Engañar y dejarse engañar es una tendencia tan incrustada en nuestro ADN que Israel no tiene reparo en reconocer que su nombre, aquel que le da identidad y con el que se define, proviene de un patriarca capaz de mentir a su propio padre con tal de arrebatarle una bendición (Gn 27).
Nadie está a salvo de dejarse caer por el seductor precipicio de la media verdad, de la “mentirijilla piadosa”, de asumir una falacia creíble o de pretender proteger algo a golpe de embuste. Por eso, entre las mejores barandillas que impiden precipitarse por ese peligroso barranco, se encuentra una sana y permanente sospecha hacia nosotros mismos y nuestras intenciones. Vaya a ser que, sin darnos cuenta y con buena intención, también acabemos engañándonos a nosotros mismos, defendiendo lo que no es justo, justificando nuestra falta de claridad o empleando eufemismos que nos dejan más tranquilos porque nos impiden enfrentarnos directamente a una realidad que no es como la hemos descrito. Al fin y al cabo ¿no seguimos a Aquel que es la Verdad (Jn 14,6)?