El domingo pasado viví una escena bastante curiosa cuando fui a misa. Al entrar en la iglesia antes de la celebración, me di cuenta de que había una mujer tumbada en un banco, mientras un señor le daba aire con un abanico y una chica más joven estaba junto a ella. La escena era serena, tanto que, cuando se acercaba alguien a preguntar o a ofrecer ayuda, les despedían tranquilamente mientras ellos seguían dándole aire y conversación. La eucaristía comenzó a su hora, sin que la situación alterara para nada el ritmo de la celebración y, mientras se leía la primera lectura, llegaron unos sanitarios del 112 con una silla de ruedas y, con toda la normalidad del mundo, salieron del templo con la mujer y con quienes le acompañaban. Puede parecer una tontería, pero me ha hecho pensar en eso que dice el Papa de que la Iglesia tendría que ser “un hospital de campaña”, no solo para quienes quieran acercarse, sino, sobre todo, para quienes están en ella.
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Todos estamos un poco “broken”
Quizá esta escena es, de algún modo, la representación gráfica de aquello que caracteriza a la comunidad creyente, pues, como le gusta recordar a mi amiga Rosa Ruiz, todos estamos algo “broken”, sea en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestra alma o en nuestras relaciones. Aunque lo vivamos con la misma aparente tranquilidad que transmitían los protagonistas de la situación de la que fui testigo, siempre hay algo de nosotros que nos tiene, como a esa mujer, postrados en algún aspecto de nuestra existencia. Y, paradójicamente, es ese estado de ruptura, interna o externa, lo que nos posibilita acoger lo que solo puede ser recibido como regalo, porque nos hace conscientes de nuestra impotencia y nuestra imposibilidad de ganárnoslo. Es entonces cuando podemos acoger a Aquel que se sigue entregando por Amor para sanar/salvar, que no en vano ambos verbos tienen el mismo origen etimológico.
Jesús lo tenía claro. Al fin y al cabo, Él comprende su misión análoga a la de un médico que sale en búsqueda, no de los sanos, sino de aquellos que están mal (cf. Mc 2,17). Por eso, ¿acaso no es propio de la comunidad creyente celebrar la Vida recibida del Resucitado mientras estamos postrados y compartimos dolencias? Eso es lo que, el domingo pasado, se vivía con toda la naturalidad del mundo en la iglesia a la que fui. No tengo tan seguro que, en el día a día, convivamos con tanta normalidad con esa dimensión frágil y malherida que todos tenemos, ni que seamos capaces de confesarnos a la espera de ese 112 existencial que, antes o después, nos sale al encuentro. Si fuera así, ¡qué distintas serían nuestras palabras, gestos y celebraciones! ¿Verdad?