El primer día de curso salí a la plaza del campus de la universidad con una silla y un libro. Me senté en el libro bajo un enorme castaño y comencé a examinar la silla tomándola en alto, por un lado y otro. Unos compañeros profesores que iban a la cafetería por tercera o cuarta vez se rieron de mí, pero creo que no les extrañó. El jardinero se acercó con compasión y me advirtió de que lo que estaba haciendo era peligroso. No le hice caso. Subí a dar mis clases a mitad de mañana y bajé de nuevo a seguir contemplando la silla, sentado sobre mi grueso volumen de Arquitectura de Miguel Fisac.
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A mediodía fui a comprar una ensalada, comí en la plaza dando vueltas a la silla, bien asentado sobre el Fisac y así seguí hasta el final de la jornada. El primer día se rieron unos y otros, pero el segundo me senté de nuevo sobre otro libro, levanté la silla para seguir investigándola y se acercó un estudiante al que el curso anterior había dado ‘Introducción al Surrealismo’ para preguntarme qué tenía esa silla. Al tercer día ese alumno se trajo a su grupo de amigos y se sentaron a mi lado viendo en silencio la silla. Pienso que la comprendieron con mayor hondura que yo en tres días de completa dedicación. Una semana después un grupo de veinte estudiantes comía a mi lado estudiando calladitos la silla, que era sencilla, ligera, vulgar y que iba cambiando cada cierto tiempo de posición.
Sería mitad de octubre cuando unos reporteros de la tele que venían a entrevistar a un profesor sobre ‘Pobreza no deseada’ se fijaron en mí y me estuvieron grabando. El video se hizo viral y antes de Navidad los doctorandos me consultaban sobre su método de investigación. Llovía y yo seguía bajo un paraguas, nevó y ante ese escenario la silla me pareció maravillosamente distinta.
En primavera el grupo de doctorandos estaba obligado a organizar unas jornadas y -quizás como sarcasmo vengativo- las dedicaron a reflexionar alrededor del profesor de la silla. Yo me quedé en mi sitio, que bastante trabajo es estudiar una silla. En esos meses fui cambiando de libro para no gastar el Fisac, y me llevé para sentarme encima otros bien voluminosos que tengo en el despacho. La revista de la Universidad me hizo una extensa entrevista que titularon ‘Innovación semiológica’. Una familiar de la directora de ‘El País’ estudia en mi facultad, comenzó su tesina sobre la silla y su tía mandó que me hicieran un reportaje del semanal de El País. Estuvo muy bien, sinceramente.
Esa misma semana recibí a uno de los comisarios de exposiciones del Museo Reina Sofía por si podía hacer mi investigación en una de las salas de su institución. “Remunerado”, me incentivó. “Haremos un convenio”, “mejor sábados o domingos por la mañana, que hay más visitantes”. Le respondí que quizás el año pasado. “Vamos a ir negociando con el rector”, me informó. Comencé a recibir masivamente mensajes por redes sociales a los que no tenía tiempo de contestar a riesgo de tener que distraerme de mi investigación sobre la silla. Vino otra vez otra tele y parece que hubo un debate en un programa de la noche del sábado sobre el profesor de la silla, con mucha controversia. La verdad no lo vi. Llegaba a casa muy cansado.
Una profesora de Sociología interseccional bajó con sus alumnos a que escribieran un ensayo y con mucha frecuencia venían colegas a felicitarme por la iniciativa. Los que iban a su tercer u cuarto café de la mañana me saludaban con gran consideración. Parece que inspiré a otros. Sé que uno de Biología nuclear se abrazó a un árbol una semana, una profe de Matemáticas mistéricas hacía meditación entre clases mirando a muy pocos centímetros un ladrillo de la pared y un catedrático de francés (poco original) se embebió con la magdalena de su café.
Inspirador
Un grupo muy numeroso de estudiantes de Feminismes Diverx@s buscó las más insólitas contemplaciones como si fuésemos anacoretas en el Monte Carmelo: alcantarillado, farolas, incluso alguno meditaba en la capilla. No me sorprendió que vinieran los periodistas de la televisión nacional e hicieran un reportaje amplio para ‘Informe Semanal’ los profesores y estudiantes contemplativos de nuestro campus y la imprescindible reforma universitaria humanista que propone la filosofía de la inutilidad de Nuccio Ordine.
Durante las graduaciones mucha gente se hacía fotos conmigo, para lo que me pedían que elevara la silla en lo alto. No me importaba. Yo allí seguía sentado sobre mi libro y observando cada vez con mayor profundidad la silla, intentando no distraerme con tanto circo. Pero lo cierto es que las risas del primer día se convirtieron en sucesivos halagos y gratitud por ser inspirador. Yo solo quería meditar sobre mi silla, pero he de admitir que agradecí el éxito.
Al terminar el curso el rector magnífico bajó de su despacho con un libraco de Filosofía japonesa bajo el brazo, una lámpara de sobremesa en la otra mano y flanqueado por sus vicerrectores. Por lo que comentaban era un descanso de la Junta de Gobierno. Se sentó junto a mí diciendo simplemente hola para no molestar y se puso también a examinar su lámpara. Le hicieron varias fotos y una entrevista para la revista de nuestra universidad.
Antes de irse de nuevo para su junta, me felicitaron efusivamente por “la lección de rigor universitario”, “la audacia innovadora”, “la pasión demostrada por la investigación”, “ser un ejemplo”, “mostrarse como un académico de raza [sic]”, a mí que nunca había sido nada más que un desconocido topillo de biblioteca preocupado porque cada año había quince mil consultas menos de libros en mi universidad. Me preguntaba yo si tendría algo que ver con el nuevo diseño de sillas que había introducido el decorador de mi campus.
Así llegó el último día de curso. Me levanté, cogí mi silla, el libro sobre el que aquel día me había sentado y me fui de vacaciones sin tan siquiera pasar por mi despacho.
Continuar el éxito
Al regreso en septiembre bajé del coche y vi el lugar donde había pasado el curso anterior diez horas al día sentado sobre un libro mirando aquella silla. Sentía que había sido suficiente. Ya sabía mucho sobre ella. Estaba tentado por continuar el éxito, seguir inspirando y contentar a nuestro rector, pero no, tenía mucho atrasado por leer. El 1 de septiembre a las 11:00, tras mi clase de Ilustración danesa, cogí la misma silla, los ‘Cuadernos íntimos’ de Maurice Blondel, y me bajé al mismo lugar.
Me senté sobre la silla, me puse a leer con el libro en alto y sentí enseguida que la gente me veía mal; escuché un “vago” aquí y un “perezoso” allá, “perder el tiempo” e incluso “provocación”, iba subiendo el tono cono los minutos. El jardinero se me acercó y me dijo que esto sí que era peligroso de verdad, que no siguiera. “La universidad es leer”, me justifiqué. Se encogió de hombros. A mediodía bajó mi vicedecano de ordenación a llamarme la atención. Me negué y expliqué lo obvio: leer es a lo que más horas deberíamos dedicar cualquier estudioso. Más horas a leer que a escribir, más horas a leer que a hablar. Torció el gesto con desagrado y regresó a decanato.
Debieron telefonear al rector, quiso ser ejemplarizante y antes de acabar el día me llegó un mensaje en el que informaban que me subían las horas de clase a veinticuatro semanales y amenazaban con un expediente sancionador si no abandonaba inmediatamente mi actividad “outdoor!, decía. Obediente, regresé a la sentina de la biblioteca, que ululaba como un barco fantasma. Dos días después el jardinero clavó una estaca con un cartel en la plaza del campus, bajo el castaño: “prohibido leer en horas lectivas”. Supongo que, al contrario, sigue permitido sentarse sobre un libro y tener en alto una silla.