Estremecida hasta los huesos frente al absurdo de ver nuevamente una guerra frente a los ojos, más que análisis o reflexiones, del corazón me nace un cuento, que no es cuento, a modo de aporte para la oración por la paz y una eventual salida a la locura actual.
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“¿Qué te pasa, abuela?”, le preguntó la pequeña hada de ojos brillantes a la anciana que no paraba de llorar frente a una hoguera que parecía apagarse con sus lágrimas y desolación total. “Es que los duendes están destruyendo la humanidad y de paso nuestra casa, niña mía, y no sé cómo remediar esta situación sin que lleguemos al final”.
Más allá de las lágrimas
La viejita, que más se asemejaba a una nuez arrugada, ya no tenía alas ni pócimas que probar; solo se lamentaba del destino del mundo que siempre había conocido y la incertidumbre la enfermaba aún más. Su nieta, sin embargo, no se conformaba con llorar; sabía que había algo mal armado y se propuso remediarlo y averiguar. Consultó los libros más antiguos que estaban arrumados en el panal y, con gotas de agua mágicas, logró diagnosticar por qué estaban cómo estaban y obtener algunas ideas para recuperar la paz.
Los duendes, desde que salían de sus huevos, eran forzados a competir y a pelear con los demás: quién tenía los brazos más fuertes, quién era el poseedor de los hechizos más poderosos, quién era el más rápido, quién lograba acaparar más néctar para alimentar a la tribu, quién era el más conquistador de hadas o quién era el mejor para negociar. Inconscientemente, pasaban de ser hermanos y amigos a competidores de una contienda sin final, donde no podían mostrar sus sentimientos ni tampoco su vulnerabilidad.
Poderosos y ciegos
Como eran más grandes que las hadas y su voz roncaba con más facilidad, las tenían convencidas de que su modo de funcionar era bueno porque las protegía y les daba lo que necesitaban para criar a los más pequeños de la comunidad. Los incendios, las peleas, las guerras, las injusticias, los abusos de algunos duendes ya no daban para más. Es cierto que había muchos duendes buenos y generosos, pero no tenían la fuerza para contrarrestar a los que solo pensaban en sí mismos y se dedicaban a acaparar y a destruir la naturaleza y la sociedad con tal de ganar. Eran poderosos y ciegos y ni la destrucción les permitía darse cuenta de su círculo fatal.
La pequeña hadita se propuso cambiar las cosas al modo que las hadas mayores solían trabajar. Ellas, por necesidad, se habían acostumbrado a dialogar; eran muy responsables y trabajadoras y no les interesaba obtener el primer lugar; las rondas y los trabajos conjuntos las habían moldeado para multiplicar sus habilidades sin competir, sino colaborar, y eso les hacía mucho más fácil aceptar la fragilidad de cada uno y compartir todo lo que tenían en su interioridad.
Parecían más débiles
Parecían más débiles al comparar su estructura corporal, pero en realidad eran muy fuertes al unirse y al pensar antes de actuar; al hacer rondas de sororidad, en vez de pensar en llevar la delantera siempre para ganar. Eran diferentes a los duendes porque siempre querían cuidar la vida, la casa y, si había que sacrificar el puesto o su plato de comida, la mayoría lo hacía sin dudar. Cierto que algunas hadas se habían transformado en duendes y eran buenas para competir y dominar, pero la inmensa mayoría se sacrificaba inconscientemente por un bien mayor que el particular.
La pequeña hadita de ojos brillantes tenía una mente genial y las ideas le surgían como máquina de cabritas sin parar. No todas eran posibles de hacer, pero lograba entusiasmar a algunos que las cosas querían cambiar. Fue así como se fue dando cuenta de que ella misma tenía que despertar, sin enojarse con los duendes, y hacerse respetar en su modo de ser más femenino y cuidadoso de la naturaleza y los demás. Por eso, un día decidió armar una ronda general y los invitó a todos a danzar para ver si les podía enseñar una nueva forma de relacionar.
Una armonía única y mágica
Al principio, los duendes y algunas hadas querían llevar la delantera y no se lograban ubicar; algunos se fueron furiosos y golpearon a varios al abandonar la iniciativa de participar en la misma posición sin competir ni ganar. Otros se tropezaron al comenzar, pero, poco a poco, la danza fue sintonizando a todos y se logró una armonía única y mágica que los hizo darse cuenta de que se necesitaban y que podían entender sin pelear ni destruir la realidad. Al medio de la ronda, fueron capaces de ver a la creación sonriendo de felicidad. Al dejar de acaparar surgía la abundancia material; la comida y el espacio alcanzaba para todos y los más débiles y viejitos también podían participar. Tanto que la abuela nuez se puso a saltar llena de gozo y los hizo reír a todos a carcajadas.
“¿Qué hiciste, niña mía, para producir un milagro igual?”, le preguntó la anciana apenas pararon para descansar. “Solo convencí a las hadas que las cosas no tenían por qué perpetuarse igual; había cosas muy buenas, pero otras que definitivamente estaban mal, como el poder de los duendes sobre el resto y su falta de colaboración y sensibilidad. Por eso, los invité a ubicarse en un círculo espiritual donde se dieron cuenta de que eran mucho más felices si compartían con los demás. Por primera vez no se sentían solos y vivenciaron el amor real. A los que no entendieron este mensaje, los dejé en libertad; siempre habrá algunos más reacios y que nos tensionarán a crear más ideas para unirnos y amar de verdad”, dijo la hadita radiante de una felicidad que desconocía, pero que la hacía verse del mismo color del sol y de la naturaleza al despertar.
¿Tiempo de mandar?
“¿Ha llegado el tiempo entonces en que las hadas vamos a mandar?”, sostuvo la abuela, que era dura de cabeza y aún no lograba entender lo que su nieta le trataba de explicar. “Ay, abuela, todo lo contrario, en realidad. Ha llegado el tiempo en que hadas y duendes nos pongamos de acuerdo para el mayor bienestar de todos, sin dejar a nadie atrás. Es tiempo de rondas, de bailes nuevos, donde la diversidad sea claramente una riqueza y no una dificultad. Es tiempo de escuchar, de diálogos fraternos y de mucho buen humor para no destruirnos más. Así, todos seguiremos viviendo los mismos conflictos, pero los podremos resolver mejor al hablar y, de paso, cuidaremos nuestra casa y la dejaremos descansar de tanto abuso y falta de sensibilidad”.
“La única duda que tengo, hadita de mi alma, es cómo vas a lograr mantener esta ronda en la eternidad; eres demasiado pequeña y frágil para una tarea tan grande y con tanta adversidad”, cuestionó la abuela. Y recibió la gran respuesta: “Jamás he pensado hacerlo sola abuela; porque, efectivamente, soy minúscula en la totalidad; yo solo despierto en cada cual su propio potencial. La magia habita en duendes y hadas y se activa al amar de verdad”.
Dedicado a todas las mujeres, madres, abuelas, esposas e hijas de la guerra que están sufriendo en la actualidad.