“Alumbre el manantial de la hondura”, reza Karl Rahner. Allá, en el vértice abierto al final de nuestra interioridad hay un manantial. Es el claro más profundo del bosque, en donde solo se escucha el sencillo discurrir de un continuo hilo de oro que atraviesa incandescente la más nocturna intimidad cubierta por la fronda. Esa fronda envuelta en un denso mundo de millones de aves y pensamientos, insectos y percepciones, hojas y emociones, cuadrúpedos y recuerdos, troncos caídos y esperanzas, gruesas ramas y relaciones. Y todo ello dentro del universo donde la materia se agradece cada vez más penetrante y compleja, y todavía no se han descubierto todas las fuerzas y energías que la mueven y componen.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Mientras, en la hondura del interior de cada ser humano, el sereno borboteo apenas audible que mana dentro de ese tupido y caótico enjambre nunca se seca y de su oro de amor emerge toda la corriente de lo vivo y lo inerte, lo visible y lo oscuro, lo estable y la oscilación cuántica.
Lo más difícil para nosotros es acercarnos a lo más sencillo y esencial, a ese regato en nuestra intimidad que luego crecerá y se hará arroyo; saltará entre peñascos, volará en cascadas; reunirá fuerzas y formará un caudal con que alimentará los campos que su historia atraviese. Incluso dará lugar a afluentes que luego formarán su propio río. Y llegará al final de la vida ancho, grande y manso, derrochando un gran delta en el mar de la vida cuando lo entregue todo.
La libertad del ciervo
Y todo eso depende de que el ciervo que busca la fuente encuentre ese fino hilo de oro en su hondón interior. Lo difícil para el ciervo que anhela el manantial de la hondura es no enredarse las cuernas en el ovillo que lo lía todo. Y esa libertad del ciervo sediento debería ser el centro neurálgico de cualquier sistema educativo.