Me gusta mirar el mar. No al mar. El mar. Y me gusta tocarlo y que me toque, yo que soy de tierra adentro. Me gusta escucharlo, por el día y sobre todo por la noche. Me gusta olerlo, si es posible cuando está limpio y transparente, como las personas. Y me gusta saborearlo, aunque eso quiera decir, normalmente, que el mar ha podido conmigo y me he llevado algún empujón marino y algún que otro mal trago.
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Déjate llevar
Me gusta que el mar me lleve –cuando me dejo–. Suavemente. Firmemente. Me gusta menos cuando se impone con fuerza y por mucho que intente no consigo ser dueña de mí. Quizá porque no estamos hechos para eso: para que nos manejen y nos fuercen y nos traigan y nos lleven sin tener nuestra voluntad anclada en ese movimiento.
Lo curioso es que en el mar nadie puede hacer pie. Nadie. Quizá por eso en la cultura bíblica el mar es símbolo de peligro, caos, inquietud, inseguridad. Incluso del Mal con mayúscula. No nos gusta vivir sin hacer pie. Pero a la vez, es evidente que el mar nos atrae, nos relaja, nos envuelve. Casi nos susurra: ven, no tengas miedo, descansa, déjate llevar.
Hacer pie
También estamos hechos para no hacer pie y sobrevivir, para intentar permanecer a flote, aunque solo podamos nadar como un perrillo torpe hasta la orilla y patalear y bracear y cabecear… lo que sea por no hundirnos, por no dejar que esa amenazante sensación de inseguridad nos engulla.
Me gusta pensar que algo así pensaba también Jesús cuando, sabiendo la simbología que el mar tenía para su gente, decide enviarlos como pescadores de personas (anthropos) (Mt 4,19). Que sería tanto como decir que nos envía a sacar del caos, la inseguridad y la amenaza a cuantos podamos. Y desde allí, pasar a la otra orilla: ¿la de la calma, la de la lucha, la de no hacer pie pero aprender a bracear, la de gustar el mar que nos serena y sana? Creo que sí.
Hasta los que somos de tierra adentro y de secano necesitamos contemplar el mar. No al mar. Sino el mar. A Él. O a Ella, quien sabe. Y dejar que también el mar, la mar nos mire, nos toque, nos guste, nos oiga y nos huela. ¿Será por eso que tanto me recuerda el mar/la mar a Dios?