Por la falta de un milagro el papa Inocencio XI, cuyo proceso de canonización se inició en 1741, solo fue beatificado más de dos siglos después, en 1956. ¡Más de 200 años, pendiente de un milagro!
Los que conocen los archivos y la historia de la Congregación para las Causas de los Santos saben que como el de Inocencio XI hay centenares de causas paralizadas porque les falta un milagro.
En cambio hay procesos con mayor fortuna. Se menciona, por ejemplo, el del papa Juan XXIII, que tiene en su haber 20 curaciones, explicables porque el nombre de este Papa se hizo popular y con perfil de milagroso, por tanto la suya fue una intercesión “sobredemandada”.
Aquí se unen dos factores que pesan en estos procesos: que el candidato a beato sea invocado por muchas personas como intermediario de milagros y que esos milagros –curaciones sobre todo– sean ampliamente comprobados. A Inocencio, dos siglos después fueron pocos –si es que los hubo– los que lo invocaron.
Un razonamiento frágil
¿Pero tiene valor de definitivo el factor milagro a la hora de afirmar ante el mundo que alguien es santo? El razonamiento –de eso se trata– es endeble: la Congregación –institución de la Iglesia– proclama que es voluntad de Dios que alguien sea reconocido como santo, porque las oraciones de los devotos movieron el poder de Dios en favor de la salud de una persona. Son unos médicos, que se valen de sus medios de comprobación, los encargados de decir que esa curación es inexplicable, y son los agentes eclesiásticos los que, ante lo inexplicable, concluyen que allí actuó Dios para señalar un santo.
La fragilidad de ese razonamiento se ha demostrado en los casos que ayer fueron inexplicables y que hoy –con los nuevos conocimientos e instrumentos– dejaron de ser inexplicables.
A pesar de esta evidente fragilidad de la prueba, los promotores de procesos siguen pendientes del milagro que deberían aprobar los médicos y ratificar los eclesiásticos. Hace dos semanas el cardenal salvadoreño Rosa Chávez se regocijaba: “El milagro de monseñor Romero está aprobado”.
Y queda como prueba secundaria de su santidad el testimonio de vida del arzobispo de San Salvador. Así, quienes en el futuro evoquen e invoquen el nombre del arzobispo Óscar Romero deberán ver la acción de Dios preferentemente en una curación tan inexplicable como un buen acto de magia; y solo después se detendrán en la contemplación de una vida heroica, inexplicable a los ojos de la carne, solo posible dentro de la lógica de Dios.
Un mártir
Los biógrafos se admiran cuando encuentran que este arzobispo estuvo dispuesto a todo con tal de realizar su sueño: “El fin de la violencia y la posibilidad de que todos sus compatriotas vivieran la tranquilidad en el orden y la libertad para la Iglesia, de anunciar el evangelio y de reconciliar”.
Sabía que por eso lo iban a matar y sentía miedo. Cuenta uno de sus compañeros de días de Ejercicios Espirituales que se levantaba por la noche para ir a dormir en el dormitorio común: “Toda la noche me la pasé pensando que una bala podía llegar por la puerta o la ventana”, explicaba. “Los últimos días de su vida durmió sobre un camastro en un estrecho espacio de la sacristía de la iglesia del hospital donde fue asesinado”.
A pesar de su miedo, insistía: “Quisiera ser mensajero de esperanza y alegría. Hay salida, hay esperanza, podemos reconstruir nuestro país”, escribió. Sin embargo, recibía amenazas de la derecha y de la izquierda. “Algunos me tratan de comunista; otros me consideran un traidor”, afirmó en una entrevista.
A pesar del miedo y de las amenazas su testimonio no cambia, más bien se intensifica: “Pedí mucha fidelidad a mi fe y el valor, si fuere necesario, de morir como mueren los mártires”, se lee en su diario (12-03-79).
La beatificación de monseñor Jesús Emilio Jaramillo y del padre Pedro María Ramírez, que hizo Francisco en Villavicencio (Colombia), se apoyó más en su testimonio de vida que en curaciones comprobadas por los médicos. Es evidente que el Papa ve más manifiesta la acción de Dios en la vida de sus mártires que en unas curaciones. Estas satisfacen los requerimientos de la razón: es inexplicable, luego Dios lo quiso; la vida de los mártires colombianos, lo mismo que la de monseñor Óscar Romero testimonia que con la gracias de Dios todo es posible. Es un hecho que desborda todo razonamiento o testimonio de los ojos de la carne. Solo está al alcance de los ojos de la fe.