Nuestra edad moderna finaliza su ciclo como un ferrocarril sin frenos. Va tambaleándose sobre unos raíles demasiado estrechos para el desarrollo integral de la humanidad y la sostenibilidad de la vida en la Tierra. Gran parte de ese estrechamiento de la racionalidad se debe a la negación de la dimensión del misterio. Sin embargo, desarmar cualquier guerra exige misterizar el conflicto.
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El misterio es el modo de relacionarnos con lo que solo podemos conocer con nuestra propia vida. El mal, la belleza, la muerte o el amor tienen una profunda dimensión mistérica. En realidad, el misterio es una de las estructuras cruciales que hizo posible la existencia de lo humano.
La relación con el misterio hizo que seamos seres abiertos sin fin a la mayor aventura, que trascendiéramos a lo sublime e infinito, que cruzáramos las lindes de cualquier sistema. El misterio nos ha hecho capaces de relacionarnos cotidiana y sensatamente con el bien o la verdad, la paradoja y lo aparentemente imposible.
Ciertamente, la ciencia y la razón pública han diferenciado asuntos que no son misterios, sino que eran superstición, prejuicio, ignorancia o desafío intelectual. La gratitud a la Modernidad debe ser inmensa, pues amplía nuestro conocimiento sin fin. En ello nos jugamos el futuro.
Vía del profundo saber
Sin embargo, la Modernidad también ha soñado con lograr la extinción de la posibilidad de misterio: las máquinas –y la razón como máquina– debían poder objetualizar cualquier fenómeno, desentrañar abstracta y formalmente cualquier realidad. La realidad quedó sobreexpuesta (y quemada) a la arrogante y posesiva luz moderna.
La conciencia del misterio nos hace humildes y prudentes, y hace que cualquier decisión sea discernida desde nuestra propia vida. En el misterio se entra desnudo, en silencio y con una mano en nuestra herida encendida. El misterio no es oscuridad, sino vía del más profundo saber.