La desolación que, en su vía crucis irlandés, hemos visto en el rostro del Papa, es la que siente una parte muy considerable del Pueblo de Dios, a quien le acaba de escribir una sentida carta. También la de millones de consagrados, que se ven injustamente señalados por los pecados que han cometido otros.
Esta tribulación no es nueva en la historia de la Iglesia. Ni sus pecados. Sin embargo, como subrayó François Mauriac en su ‘Vida de Jesús’, “aun cuando una brusca marejada destruyera los templos y los claustros, los palacios y las obras, en realidad nada estaría destruido, puesto que subsistirá siempre el Cordero de Dios”. Así ha sido, y así lo han sentido en sus corazones millones de fieles a lo largo de los siglos.
También hoy, cuando Francisco, en un gesto inédito, pide la “involucración” de los fieles para generar una “transformación eclesial” que erradique los abusos. Aunque algunos de esos fieles miraron para otro lado, el Pueblo de Dios, que encontró en Bergoglio un bálsamo, seguía con la vista puesta en el Hijo, a pesar de que el hedor tras la puerta era incontenible. Seguían a “Aquel a quien ellos mataron para sí mismos, pero que se obstina en sobrevivir y orientar millones de destinos”, como aprecia el Nobel de Literatura francés. Esos “ellos”son los abusadores, pero también la plaga de los exnuncios, exprefectos y exconsentidos que pretenden seguir tejiendo un clericalismo asfixiante.
Bergoglio, en el momento más crítico de su pontificado, pide la ayuda del Pueblo de Dios. Él tiene que seguir avanzando, pasar de las intenciones a las acciones. Pero es ensordecedor el silencio que está recibiendo como respuesta. Solo la Iglesia latinoamericana, desde el espíritu de Medellín, y la española, con una carta de su presidente, el cardenal Blázquez, le han brindado su comunión. ¿Nadie más saldrá con decisión a ayudarle a cargar con la cruz? ¿No es esta otra manera de mirar para otro lado?