Poco después de salir el sol, echo un ojo a los periódicos digitales. Tengo la manía de leerlos por orden alfabético, uno tras otro, según están colocados sus logos en la pantalla de mi ordenador. Muchos días, los titulares me desconciertan e intento justificarlos desde la ideología política o la economía que los sustentan. A veces, pienso que las páginas centrales de un periódico deberían estar divididas en cuatro partes: en el centro, arriba, la foto de la noticia; bajo ella, la explicación del hecho en sí; y en los laterales, dos columnas con dos miradas o reflexiones complementarias de la noticia. Es la única manera de discernir.
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Cada día pienso más en el cuento del elefante y los cuatro ciegos, que concebían y explicaban al animal solamente desde la parte que había palpado. Y la pregunta era: ¿qué es un elefante? No nos queda otro remedio que dialogar con serenidad, pues cada uno de nosotros defendemos solo la trompa, la oreja, la pata o los muslos con su rabo. Y lo hacemos en ocasiones con visceralidad e insultos. Es necesario, por tanto, que juntemos las partes para poder vislumbrar y hacernos una idea del todo. Preguntémonos de qué estamos hablando y qué encierran las palabras que empleamos, y cuando nos pongamos de acuerdo, comencemos entonces sobre todo a escuchar. Por ahí camina la pedagogía de la sinodalidad.
Llegar a la casa común y a la verdad
Del proceso y muerte de Jesús, narrado por los cuatro evangelistas, me quedo con los capítulos 18 y 19 de san Juan. Es una narración fílmica, un trávelin vertiginoso de idas y venidas, de engaños y traiciones, de poderes y sumisiones, de agrupaciones e intereses, de soledades… nada más actual. Al final, una acogida llena de ternura cuando el discípulo lleva a la madre a su casa. ¿Tendremos que pasar por esta tormentosa odisea para llegar a la casa común y a la verdad?
El papelón que juega la autoridad establecida, el muy ilustre gobernador Poncio Pilato, no tiene desperdicio. Tal como ahora: diálogo de sordos, maltrato, insultos y burlas, el imperio de la ley, justificación y condena. Sabemos que se lavó las manos y, para más inri y para encarnar a Jesús en nuestra historia, millones de personas tenemos el gusto de recordarle todos los domingos en el Credo.
El pobre hizo el paripé, se bajó del pedestal y salió fuera. Pero defendió al que le daba de comer, al que le ofreció su parcela de autoridad, mientras la pregunta sobre la verdad se quedó congelada en el aire, en el silencio de un reo más que, por unos y por otros, fue sacrificado. Menos mal que aquí no acaba la historia. ¡Ánimo y adelante!