Todos, a lo largo de la vida, buscamos el retorno al hogar; ese espacio psíquico y espiritual donde nos podemos sentir seguros, abrigados, llenos, vistos, cuidados, extasiados de vida y pletóricos de entusiasmo por un presente maravilloso y por la sorpresa que vendrá. Podríamos decir que todos anhelamos volver a la experiencia de ser lo que somos sin miedo a ser heridos y de expandir a todas sus anchas nuestras mociones, ideas y emociones. En definitiva, regresar a la inocencia que nos llenaba de gozo y brillo los ojos en cada respirar. Ese estado feliz que ya casi no recordamos, pero que, intuimos, disfrutamos como una eternidad por un breve período y a corta edad, hasta que empezamos a construir el muro infernal.
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Todo ese jardín lleno de amor, magia, colores, aromas, formas alucinantes, cantos, cuentos, posibilidades, vínculos nutritivos y cascadas de ternura y fraternidad quedaron ocultos a nuestra visión y vivencia en la medida en que fuimos creciendo, nos fuimos adaptando a la cultura, al deber ser y a lo que pensamos nos permitiría pertenecer a la comunidad. Nuestro ser singular y nuestro bello paraíso quedaron detrás del muro de creencias, estereotipos y juicios flagelantes que nos dijeron, que creímos y nos seguimos diciendo en cada situación compleja hasta el día de hoy, convenciéndonos de que somos defectuosos, insuficientes, indignos, inútiles, feos, malos e imposibles de recibir amor si nos conocieran de verdad.
La certeza del jardín
El primer paso que debemos dar es creer –aunque no lo veamos– que sí existe nuestro hogar y que espera pacientemente nuestro regreso. Sin embargo, “volver” implica un trabajo psicoespiritual largo y profundo de ir tomando conciencia de nuestro modo de relacionar e irnos transformando desde dentro hacia afuera. También requiere una disciplina fuerte en el caminar para no renunciar en la soledad ni en la adversidad y confiar solo en la promesa de este “cielo” y que Dios nos acompaña en cada paso que vamos a dar.
Vamos a necesitar también la compañía de otros peregrinos que nos puedan sostener y orientar cuando no demos más y, viceversa, cuando a ellos les vaya mal. Por último, debemos saber que el muro se va demoliendo por partes, reconociendo nuestra vulnerabilidad, la necesidad de ser ayudados y con mucha humildad, ya que, normalmente, avanzaremos tres y retrocederemos dos al andar. Solo el día de nuestra muerte tendremos acceso al jardín completo, pero, desde hoy, podemos iniciar el trabajo de demolición para nosotros mismos y los demás.
El túnel al jardín
Tal como dijo Jesús, para acceder al jardín no existen grandes avenidas, autopistas ni atajos. Solo es posible acceder a él por la “puerta estrecha” que exige irse despojando de los apegos mundanos, la vanagloria, la seguridad, el control, el éxito, los bienes materiales, el poder, la juventud e ir transitando cada vez con “indiferencia ignaciana”, en el sentido de que sepamos que todas las bendiciones y dificultades que nos vayan apareciendo en el camino son oportunidades si las sabemos tomar.
Sin embargo, prácticamente todos “invertimos” nuestra energía y vida en lo contrario. Engañados por “el muro siniestro” que nos habita y que nos hace creernos incompletos y hundirnos en la vergüenza, nos “sacamos el lomo” buscando riquezas, fama, logros, reconocimientos, estatus, likes, pertenencias mundanas y sociales que confundimos con el amor verdadero. Es como si el muro se llenase de flores y plantas de plástico, aves de cera y colores artificiales con apariencia de “cielo”, pero que, al tenerlos, acercarnos o vivenciarlos, constatamos que son espejismos, sin vida y seguimos buscando, en un camino insaciable y penoso de siempre querer “algo más” para la felicidad.
Cada relación cuenta
Lo que todos sabemos o intuimos, sin embargo, es que nuestro único propósito de existencia es ir ensanchando el túnel para volver al jardín y que todas las estaciones en que nos detengamos son medios y no fines para vivir. Cada relación que vivimos es una opción para ir reconociendo herramientas para la demolición, para el desapego y la libertad de esta macabra prisión.
La primera y gran tentación del muro es la que nos habla de culpables y víctimas. Siempre tendremos a algo y a alguien a quien echarle la culpa de nuestra experiencia de desamor e infortunio en el pasado (fundamentalmente) y que encuentra su eco en el presente (emulando las actitudes, palabras o creencias que alguien ya nos implantó). Sin embargo, más allá de la objetividad de estas voces, cada uno de nosotros tiene la posibilidad de discernir y elegir qué voz va a oír y cuál va a callar.
Huir del discurso culpable
Si seguimos eternamente pegados en los culpables, inevitablemente, nos convertimos en víctimas y no avanzamos en nuestro trabajo de demolición. Para esto, será imprescindible reconocer y sanar los “pilotos automáticos” que hemos puesto a cargo de nuestros pensamientos y consecuentes emociones y ponerlo en “modo manual” para ver qué nos decimos y cambiar nuestros discursos tóxicos por unos amorosos y misericordiosos con nosotros mismos.
Estamos así ante la paradoja de la demolición. Contrariamente a lo que vivimos como un muro concreto que requiere explosivos, combos y fuerzas muy grandes para poder desarmarlo, el muro interno que nos habita se va demoliendo a punta de suavidad, “amorismo”, ternura, abrazos, conversaciones íntimas con otros y con nosotros mismos y con un trabajo minucioso y fino de ir sacando cada hebra desgarrada de nuestra alma y comenzar a zurcirla con la verdad.
Amorosidad con nosotros mismos
Si, por ejemplo, una y otra vez por cincuenta o más años nos hemos tratado de inútiles o “raros”, habrá que acunar esas palabras para que, con amorosidad con nosotros mismos, lleguemos a experimentar que sí somos muy eficientes y útiles para otros en muchas cosas y que nuestra “rareza” es un don maravilloso que nos ha permitido un camino de libertad. Habrá que ir tomando entonces cada jirón del alma deshecha por una frase o falsa creencia, en cada uno de los aspectos de nuestra autoestima y autopercepción, e ir haciéndole apapachos y nanas hasta que se convenza de su valor. Lo bello de esta demolición a punta de femineidad y cuidado maternal es que, poco a poco, empezamos a vislumbrar los pequeños brotes, las florecitas, los musgos de nuestro jardín interior y a escuchar el rumor de las aves y los ríos bellos que recorren nuestro corazón.
Solo en el paso definitivo a la vida eterna tendremos el gozo de disfrutar y jugar libre en nuestro jardín, pero, desde hoy, podemos ir sacando piedras y haciendo brotar belleza, verdad y bondad para nosotros mismos y para los demás. Quizás esta pandemia es el momento propicio que nos regala la vida para trabajar en esto y no lo podemos desaprovechar. ¡A trabajar se ha dicho!
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo