El nombre de la cosa


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La semana pasada, un policía fue condenado a 36 años de cárcel por abusar de nueve chicos, y un abogado y entrenador de fútbol fue detenido por abusar de cuatro menores. Y nadie ha puesto en la picota ni a la Policía ni al Consejo General de la Abogacía ni a la Real Federación Española de Fútbol. Algo que sí pasa cuando el depredador es un sacerdote. Y esto, en la Iglesia duele, y más a los curas, para qué engañarnos.

¿Es una razón de peso para el y tú más? ¿Se parapetan los padres en el orgullo herido cuando se afirma que la familia es la principal institución abusadora? Conminada a mostrar sus trapos sucios en esta sociedad de cristal, el desconcierto campa en diócesis, congregaciones y discasterios. Pero nada hay oculto que no salga a la luz y, ahora, es el momento. En su encuentro con los jesuitas de Irlanda, Francisco les pidió ayuda –como a toda la Iglesia en su Carta al Pueblo de Dios– para “cambiar las conciencias y no tener miedo a llamar a las cosas por su nombre”.

Y tanto se ha evitado nombrarlas que hoy se siente aletear el pavor cuando hay que dar cuenta del delito. Es la tentación del avestruz. Estos días, la credibilidad de la Iglesia ha vuelto a sufrir tras la pena canónica impuesta a un cura, abusador reincidente y que se saltó la primera condena. En la sociedad, la indignación dio paso a la burla. En la propia Iglesia, al estupor. Sí, el delito había prescrito y, a pesar de ello, la justicia canónica hizo su trabajo. Pero lo que no prescriben son las heridas, como dijo el Papa, que pide “una nueva cultura” que ayude a curarlas, no a echar sal encima.

Cuanto antes se aprenda a llamar a esta barbarie por su nombre, a nombrar a todos los bárbaros y a calibrar el dolor infligido a esas vidas tantas veces rotas, sin retorcidos corporativismos, antes se achicarán esos espacios donde aún se reproduce el virus del clericalismo.

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