Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

El nuevo beato Eduardo Pironio, de cerca: profundamente humano… y todo de Dios


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Hay muchos modos de acercarse a la persona y la obra de un gran personaje, a su legado, sus escritos, su influencia en la historia, etc. Cuando se trata además de un santo, siempre hay algo que añadir, menos llamativo pero fundamental, algo íntimo y discreto, que es la acción del Espíritu Santo en su interior. En estos días de la beatificación de Eduardo Pironio muchos se acercan a él en alguno de estos modos: se habla del significado y la importancia de su figura en la Iglesia de su tiempo y de la que tiene en este tiempo nuestro actual; se habla de los momentos más importantes de su vida y de las cuestiones que tuvo que afrontar como pastor de almas, como obispo, como cardenal y miembro relevante de la curia romana; se habla de sus intuiciones y de su legado. Intentemos ahora acercarnos a su interior.



Con este fin he acudido al testimonio de algunos de los que lo conocieron y trataron con frecuencia, y he encontrado que con unas palabras u otras todos hablan de él como un hombre de Dios. Y esto en el sentido más bíblico de la expresión, según la usa san Pablo para referirse a su buen amigo Timoteo en su primera carta. De ahí el título del artículo, que viene de cómo describió a Pironio un obispo compatriota suyo en el proceso de canonización: “Profundamente humano y todo de Dios”.

Hombre de Dios

El lector se puede preguntar concretamente a qué me refiero con dicha expresión. No parece que San Pablo se la dedicase a Timoteo porque era muy piadoso o muy rezador, que quizás lo era, sino por algo que engloba eso pero va más allá: realmente era un hombre dedicado a Dios y no a sí mismo, a Dios y no al mundo. Y así describen a Eduardo Pironio sus más íntimos: “Siempre he admirado en él las dotes humanas y sobrenaturales, que lo hicieron particularmente cercano a tanta gente y suscitaban natural confianza: estaba entre nosotros la imagen verdadera del sacerdote, reflejo de la paternidad y de la fidelidad de Dios”.

Beatificación de Eduardo Pironio

Como no era hombre de sí mismo sino de Dios, la primera consecuencia es que dejaba huella: los que lo trataron afirman que no le gustaba atraer la atención a sí mismo, por eso la huella que dejaba era profunda, marcaba de verdad. A este propósito me cuentan los organizadores de su beatificación que se han sorprendido por la cantidad de personas y grupos de diferentes países del mundo -se trata de comunidades religiosas, parroquias, asociaciones, grupos, diócesis- que han manifestado su deseo de participar en dicha celebración, mucho más de lo que ellos esperaban.

Labor inolvidable

Lo mismo pasaba durante su vida: no era un eclesiástico de moda en aquella época -pues aunque cambien los aires y los estilos, en todas las épocas hay eclesiásticos que están de moda- y sin embargo realizó una labor extensa y fecunda en su tierra Argentina y después en sus años de la curia Romana. Labor organizativa y de gran calado, pero sobre todo labor muy de gota a gota, de persona a persona -“cor ad cor loquitur”, que decía el cardenal Newman- nada estruendoso, si bien una labor inolvidable.

Medir la fecundidad de un pastor parece fácil, pero no nos engañemos, no hace referencia a lo que se ve, sino es más bien lo que no se ve lo que hace fecundo a un pastor. Se trata de algo diferente, con otra medida; no en vano dice la liturgia de la Iglesia en un hermoso responsorio dedicado precisamente a los pastores: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo”.

Meditación y oración

Y si de oración se trata, ésta es sin duda parte fundamental de la huella que dejó Pironio. Así lo explica un colaborador suyo: “Quien se aproximaba a él podía fácilmente descubrir que vivía como en una constante presencia de Dios, centrado en Dios, lo cual daba una perfecta unidad interior a toda su vida, alimentada con una oración constante, profunda, largos ratos de silencio en la presencia del Señor en la Eucaristía, en la meditación y oración con las Sagradas Escrituras.”

Y no solamente vivía la oración sino que la recomendaba como camino del cristiano: “A mí siempre me decía que los problemas y hechos de la vida los llevase a la oración y que no conocía otro camino que el silencio y la aceptación de la cruz. Creo que era un hombre de esperanza, porque ante las dificultades se lanzaba a la seguridad en Dios.”

Por otro lado, ¿cómo se mide la fecundidad de un trabajador de la curia? ¿Por su capacidad organizativa, siendo así que en el caso de Pironio se trataba de un obispo con cargos directivos? ¿Por los resultados cuantificables? Sin duda, siendo el organismo que ayuda al Papa a gobernar la nave de la Iglesia, los criterios tienen que ser diferentes.

Humanidad atrayente

Personas muy metidas en la Curia, recuerdan al Cardenal Pironio por cosas bien concretas: Hablan sobre todo de su humanidad atrayente, que iba más allá de la cordialidad e incluso de la amabilidad, era algo más. Uno de ellos lo explica del modo siguiente: “Manifestó su caridad hacia el prójimo en la disponibilidad con que recibía a todos, en la atención con que los escuchaba y en la capacidad extraordinaria de ponerse siempre en su lugar y comprender su circunstancia. Hacía de su tiempo un don para los demás y se preocupaba e interesaba por cada persona que Dios ponía en su camino”.

Parece que esa humanidad abundante debería ser la característica de cada hombre de Dios, cada mujer de Dios, ojalá fuera así, pero la experiencia nos demuestra que no siempre lo es. A veces los sinabores de la vida, las malas experiencias, las responsabilidades o los miedos, hacen que nuestra humanidad se achique y se manifieste limitada por la cerrazón, el estiramiento, la altivez, la rigidez, el aire de superioridad o, por el de inferioridad y otras muchas posibilidades. Vaya, todo lo contrario del ánimo grande que caracteriza la humanidad transformada por la gracia. El caso es que Pironio llamaba la atención porque era un hombre de estos de corazón grande, mirada limpia, ánimo sereno. Y alegría, que es el signo más patente de la virtud. “Realmente, si pudiéramos resumir la vida del Cardenal, yo diría que era un hombre optimista, que vivía una alegría profunda en cualquier situación de su vida, y la predicaba muchas veces, y no es fácil olvidar las veces que decía: ‘vivan alegres en la esperanza’”.

Siempre sonriente

Me comentaba alguien que fue cercano a él que una característica suya es que normalmente tenía la sonrisa en los labios, “a pesar que con tanta responsabilidad debían presentársele muchos problemas”. Llamaba la atención que esa sonrisa que denotaba que, a pesar de los pesares, su alma estaba en paz.

Beatificación de Eduardo Pironio

Hablando de problemas, cuando Juan Pablo II le cambió de trabajo en la curia, transfiriéndolo de la Congregación de los religiosos al Pontificio Consejo para los laicos, no faltó quien le hizo ver, no se sabe con qué intención, que pasaba de un dicasterio de mayor rango a otro que con los papeles en la mano podría parecer de menor categoría. Se trataba de letra escrita en un organigrama, pero a él esta insinuación le hizo sufrir porque parecía que le habían hecho de menos. Fue cuando el mismo Juan Pablo II le hizo ver que la importancia no estaba en dicho organigrama sino en el hecho que iba a trabajar con aquellos que componen la inmensa mayoría del pueblo santo de Dios: los laicos. El buen prelado recuperó la paz en su corazón y la sonrisa en sus labios.

Por los jóvenes

Fue entonces, con el corazón pacificado, cuando pudo dar lo mejor de sí: una iniciativa que él había realizado en su Argentina natal como obispo, las jornadas diocesanas de la juventud, fue su propuesta para los jóvenes no de una diócesis sino del mundo entero. Iniciativa que en abril de 1984 Juan Pablo II aceptó y marcaron profundamente su pontificado. Allí estaba el buen Cardenal, acompañando al Papa, discretamente, sin llamar la atención, pero dedicando a la preparación de cada encuentro una gran cantidad de esfuerzo, de tiempo, de ilusiones.

Con el paso de los años su humanidad se fue haciendo más grande y más profunda, y los que lo frecuentaban lo podían apreciar en modo patente: “Comprobé que su corazón se dilataba con el correr de los años, amando más intensamente, de un modo cercano y personal, a un mayor número de personas con una universalidad que sobrepasaba las capacidades humanas naturales; a cada uno lo trataba como único e irrepetible como si dispusiera para escucharlo y atenderlo de todo el tiempo del mundo”.

Ante las dificultades

Otra huella que dejó profunda Eduardo Pironio en los que lo conocieron, siempre pero de modo más marcado en la madurez de su vida, fue un gran amor al sacerdocio, al suyo y al de los tantísimos hermanos sacerdotes: “En los tres últimos años sentía la necesidad de gritar la alegría de su sacerdocio, de su consagración. Tenía expresiones muy continuas en su correspondencia como estas: “Cada vez experimento más hondamente la gracia y el don de mi sacerdocio”. “Cómo quisiera gritarle a todo el mundo la alegría de mi sacerdocio”. “Me siento extraordinariamente feliz de ser sacerdote y quisiera contagiarlo a todo el mundo”. “Pido que me ayuden a dar gracias al Señor por este don, por esta gracia extraordinaria de ser sacerdote.”

Su larga experiencia como pastor en su tierra -sacerdote y obispo- y en Roma trabajando codo con codo con la vida consagrada y con los laicos, lo llevaron a experimentar el bien que puede hacer un ministro de Dios cuando su vida no se encierra en sus intereses sino que es capaz de entregarla con generosidad, cuando sale de sí mismo en busca de los fieles.

Instrumentos de Dios

Cuando se acercaba el final de su recorrido terreno, Pironio miraba hacia atrás con perdón y misericordia hacia aquellos que le hicieron sufrir. También en eso fue un hombre de Dios, que acogió la invitación de Jesús a no llevar cuentas del mal y amar hasta al enemigo: “Su actitud fue el perdón y de la comprensión hacia los que le hicieron sufrir. En su testamento leemos que perdona a todos porque “fueron instrumentos de Dios” para su purificación. Nunca manifestó ni rencor, ni espíritu de venganza a nadie. Los recibió con gozo y alegría y ante ellos siempre se manifestó sereno y tranquilo. Lamentablemente tuvo que sufrir también calumnias y malentendidos. Pero creo que esta actitud de perdón está manifiesta y nos demuestra su corazón misericordioso en su Testamento Espiritual”.

Beatificación de Eduardo Pironio

Después de luchar durante años con el cáncer, sin por ello dejar de acoger mientras pudo a quien acudía a él, el 4 de febrero del 1995 fallecía invocando a la Virgen, que había estado en sus labios constantemente durante los últimos días de la enfermedad. Nuestra Señora de Luján, que fue testigo de su vocación, de su ordenación sacerdotal en un mes de diciembre de 1943 y que en el mismo mes, pero en 2023, va a ser testigo de su beatificación.

En ocasión de su muerte, el Hermano Roger de Taizé, que lo conoció bien, resumió en pocas palabras y de modo genial esa huella que el buen cardenal dejó en este mundo: “Con el don de su vida, el Cardenal Pironio reflejaba la imagen de una Iglesia que en los pequeños detalles se hace acogedora, cercana al sufrimiento de los hombres, presente en la historia y atenta a los más pobres. Era consciente de esta gran verdad: cuanto más nos acercamos a la alegría y a la sencillez evangélica, tanto más cuanto más logramos transmitir las certezas que nos vienen de la fe… Pironio, hombre de Dios, irradiaba la santidad de Dios en la Iglesia”.