Vamos ya por la octava semana de confinamiento y, ahora que dicen que estamos en la fase 0 de la desescalada, se hace fuerte la esperanza de que pronto salgamos de esta peculiar situación. Con todo, la expresión que se utiliza de “nueva normalidad” me resulta un poco inquietante. Mientras todos anhelamos un regreso a nuestra vida anterior a la pandemia, resulta turbador que a esa soñada “normalidad” se le califique de “nueva”. De hecho, la expresión parece un oxímoron, una aparente contradicción, pues si es normalidad ¿hasta qué punto puede ser nueva?
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Lo viejo y lo nuevo
Jesús también habló de lo nuevo y lo viejo en distintos momentos. Para expresar la novedad que Él traía, puso el ejemplo de cómo el vino nuevo necesitaba odres que fueran también nuevos, pues solo así no se echaban a perder ni el pellejo ni su contenido. Esta imagen la presentan los tres evangelios sinópticos, pero Lucas incluye un matiz que podríamos corroborar: “Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: El añejo es el bueno” (Lc 5,39). Mateo, en cambio, recoge otra tradición en la que el Nazareno habla de lo viejo y lo nuevo. Dice que el escriba que se hace discípulo del Reino se parece al que saca del arca cosas nuevas y cosas viejas (Mt 13,52). De este modo ilustra que conservar lo antiguo e introducir la novedad no resulta tan contradictorio como parece.
Quizá a todos se nos juntan ambas sensaciones. Como quien ha probado el vino añejo, nos cuesta abrirnos a lo distinto cuando lo que hemos paladeado nos agrada, mientras no acabamos de cogerle el gusto a aquello con lo que no estamos familiarizados. Como el escriba, puede ser el momento de sacar del arca de nuestra vida aquello valioso que ya teníamos y esos aprendizajes que estamos incorporando tras estas semanas de pandemia, construyendo así una “nueva normalidad” que incluye lo mejor de lo anterior y de lo vivido ahora.