Comencé esta semana con la misa de clausura de la Asamblea General del Sínodo, presidida por el Papa. Siguió la semana con la solemnidad de Todos los Santos. Estas dos circunstancias se unieron para hacer despuntar en mí una cuestión: “Al Papa le llamamos Santo Padre; pero… ¿es padre?, ¿es santo?”.
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Empecemos por lo de “padre”. “Todos vosotros sois hermanos; a nadie llaméis padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos”, nos dice Jesús en el Evangelio (Mt 23, 8-9). No vamos a caer en la interpretación literal y fundamentalista, que nos llevaría al absurdo de no poder llamar papá o padre ni a nuestro progenitor. De hecho, el Papa se dirige a los cristianos cada vez más y casi exclusivamente como “hermanos y hermanas”, porque seguramente se siente más cómodo tratándonos así y considerándose quizás hermano mayor de todos nosotros.
Pero ciertamente el Papa ejerce una paternidad espiritual innegable sobre millones de personas. Como también sucede, cada uno a su nivel, con los otros obispos (el Papa es el obispo de Roma, y por eso es Papa) y con los sacerdotes. ¿Sería demasiado osado decir que esas paternidades, la biológica de los progenitores y la espiritual de ciertas personas, son participación y se derivan de la paternidad de Dios, haciéndola presente y concreta en nuestras vidas? Eso justificaría nuestra costumbre de llamarles “padre”.
Todos santos
¿Y santo? Aquí también tenemos que empezar escuchándonos decir en el Gloria de la misa: “Porque solo Tú eres Santo, solo Tú, Señor”. Y, sin embargo, hemos celebrado la fiesta de Todos los Santos… ¿En qué quedamos? ¿Solo el Señor es santo… o hay muchos? ¿Dónde quedan, pues, los “innumerables mártires de Zaragoza”? ¿Y cómo es que san Pablo, en sus cartas, llama “santos” a todos los miembros de la comunidad?
Pues porque lo somos. El Papa es santo, y tú, querido lector, también, y hasta yo. Lo somos por gracia, porque Dios nos ha santificado con su Espíritu, ¡que es Santo y santifica todo lo que toca, y vive en nosotros!
No estamos llamados a ser santos, porque ya lo somos. Estamos llamados a vivir como santos, a vivir de acuerdo a lo que somos. Ese es el detalle que nos falta: que nuestro vivir coincida con nuestro ser. ¡Pequeño detalle! Así que, santos padres –y santas madres–, todos, ¡a vivir santamente!