El pasado es un árbol que no cesa de crecer. Sus ramas siguen extendiéndose, le brotan flores, sigue dando frutos y más cuanto más lejano está del presente. El pasado nunca está enterrado sino que está sembrado. Cada historia que ocurre vuelve a nuestro seno para ser abrazada y hacerla crecer. Es una buena reflexión para un fin de año. El pasado nunca es viejo, siempre es niño que nace una y otra vez en nuestro interior. No se resigna a ser incinerado en el ataúd de una leyenda negra. Un país rendido al rencor con su pasado es un país injusto consigo mismo y con todos los que nos precedieron.
Generalmente tenemos una concepción pasiva de lo pretérito: los hechos quedaron fijados e intocables. Creemos que el tiempo se gastó, se usó, ya es inalcanzable, está fuera de nuestras posibilidades. Nos parece que es un trazo indeleble, que no se puede cambiar de ninguna forma. Nos resignamos impotentes a que el pasado se va acumulando en nuestras vidas y en la humanidad, sin posibilidad de modificarlo. Y en parte es cierto: lo que pasó, pasó. Pero lo que pasó también sigue en buena parte pasando. Parte de la historia sigue en nuestras manos. Depende de cómo la interpretemos, cómo la miremos, cómo la rescatemos.
Todos tenemos la experiencia de cómo un mismo hecho a lo largo del tiempo cambia en la forma de entenderlo, el modo de considerarlo. Por un lado, sentimos que los años se van acumulando a nuestras espaldas, que no dejan de crecer. Pero lo cierto es que el pasado también está en nuestras manos: no podemos hacerlo retroceder pero podemos hacerlo crecer con la gratitud. Cuando llega el final de año, tenemos la impresión de que hemos gastado otro año de vida. Toca hacer planes para el siguiente, realizar propósitos de enmienda, aprovechar el tiempo, que tan rápido pasa. Pero no es así: toda nuestra historia se encuentra en un continuo estado de recreación.
Arrogancia y sentido de superioridad
El tiempo es oro pero no solo el tiempo del futuro sino el del pasado. La historia es oro; oro molido. El tiempo pasado es una mina de aprendizajes y además no cesa de cambiar. Nuestra memoria olvida algunas cosas y recobra otras: la fotografía del ayer siempre está transformándose. Los años pasados son como semillas que siguen en nuestra vida y tierra, en los surcos de nuestra memoria, nuestro sentir y pensar. Si las regamos con la gratitud crecerán y sus frutos no dejarán de llegar a nuestras manos. Estamos llamados a cuidar nuestra historia, a ser amables con ella, profundizar continuamente en su descubrimiento y redescubrimiento. Es fácil la tentación de ser demasiado duros con lo que fuimos; hay escondida en ella arrogancia y sentido de superioridad respecto a nuestros mayores.
Que el pasado crezca no es revisionismo: todas las heridas y sequías quedan reflejadas en los anillos del árbol. La gratitud no es negacionismo ni blanqueamiento sino una esperanza capaz de hacer nacer flores sobre la basura. Mirar el pasado necesita la sabiduría del diente de león, capaz de abrirse paso incluso bajo el peso del asfalto y el hormigón. Lejos de la nostalgia, el cuidado del pasado es un compromiso con la gratitud incluso por lo que se salvó y nos salvó de los tiempos del horror. El ecologismo nos ha enseñado la idea de la solidaridad con las generaciones futuras. También hay una solidaridad con las generaciones pasadas que forma parte de la filosofía de la Sociedad de los Cuidados.
En cierto modo, hay una democracia que incluye a las generaciones pasadas, que les deja participar en la creación social. Hay una forma de ver la democracia que incluye a todos nuestros predecesores y sucesores. Les hace presentes mediante la gratitud y la responsabiildad. En la solidaridad intergeneracional que va desde el primer al último hombre, hay una comunión de la humanidad que se muestra como democracia total.
La gratitud
La Sociedad de los Cuidados nos compromete colectivamente con la gratitud. El agradecimiento no es un valor ingenuo ni cegado por la luz, sino que sabe profundamente del mal y las oscuridades. La gratitud no solamente salva sino que su luminosidad quema lo falso y superfluo. Como un héroe clásico, la gratitud entra en los infiernos y rescata todo lo amado de las llamas del fracaso. Nada del amor fracasa.
Los pobres y víctimas de la injusticia que murieron invisibles nos esperan para que rescatemos sus historias. No solamente para que hagamos justicia sino para que descubramos tanta vida y felicidad que incluso en las peores condiciones mostraron quiénes eran de verdad. La solidaridad con las generaciones pasadas es un compromiso con la justicia que nos demuestra que nada está del todo perdido. Todo espera ser salvado, incluso lo peor de nosotros. La gratitud quema las leyendas negras, el cainismo con nuestros antepasados, la autodestrucción del remordimiento. No elimina el mal pero comprende su absurdo desde la mayor profundidad del bien. Nada está perdido para siempre.
Esta es la genialidad del Examen que propone Ignacio de Loyola. Nos propone redescubrir lo vivido con gratitud y esperanza y hacer del pasado una tierra de creatividad. Muy lejos de ser un examen justiciero y neurótico, es una acogida misericordiosa y esperanzada de todo lo que fue. El pasado no nos deja crecer cuando el pasado deja de crecer. Nos lo podemos aplicar a la biografía de cada uno o a todos juntos como país y mundo. Necesitamos ser colectivamente capaces de hacer Examen de nuestra historia y convertirla en un árbol que nos eleve y no deje de crecer. El pasado no deja de hacernos crecer. Necesitamos la sabiduría del diente de león.