Los católicos españoles hemos estado siempre muy orgullosos de nuestros misioneros. Acabo de leer que somos (yo me incluyo) unos 12.000, pero en tiempos idos creo que llegábamos a 20.000; es tiempo de sequía y vacas flacas.
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¿Qué no han hecho los misioneros por esas tierras de Dios? Educación, alimentación, salud, promoción de la mujer, alfabetización, construcción de viviendas, formación profesional, poblados para leprosos… hasta transporte aéreo de emergencia.
Y, por supuesto, evangelización, anuncio del Reino, implantación de la Iglesia, preparación y administración de sacramentos.
Pero –tenemos que reconocerlo– todo ello se hizo, en demasiadas ocasiones, partiendo de cero, haciendo tabla rasa de lo que aquellos “pueblos de Dios” tenían, sabían, creían y vivían. Había que limpiar el terreno para construir, destruir los ídolos para reemplazarlos por “nuestro” Dios, olvidar la lengua local para enseñar la nuestra… Sí, cierto, estoy exagerando y quizás caricaturizando, pero es para llegar a la afirmación de que, también demasiadas veces, olvidamos al primer misionero. Que no ha sido ninguno de nosotros, sino el Espíritu Santo.
Misionero es el enviado a realizar una misión. El Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo para hacer efectivo el plan B de hacer un mundo nuevo a través del proceso “encarnación-muerte-resurrección-nueva creación”. “Envía tu Espíritu y todo será creado; y renovarás la faz de la Tierra”, solemos rezar.
Y resulta que el Espíritu sopla donde quiere y actúa en todas partes. De manera que, antes que el “primer misionero humano” pusiese su pie en la más recóndita selva o en el más alejado desierto, el Espíritu ya estaba allí, vivito y coleando, activo y eficaz. Un Espíritu que actúa no solo en las personas, sino también en las civilizaciones, culturas, sociedades, etnias y en todo grupo humano.
Primera tarea
Por eso, la primera tarea de todo misionero es descubrir y poner en valor lo que el Primer Misionero ha hecho ya anteriormente… y partir de ahí. El que los atenienses hubiesen construido un altar “al Dios desconocido”, ¿no era un fruto del Espíritu? Por eso Pablo no “se carga” ese altar, sino que toma pie de él para hablarles de ese Dios desconocido.
El Espíritu es el misionero por excelencia. Y nosotros, ¡todos!, independientemente de donde estemos y vivamos, somos también misioneros, colaboradores suyos en el servicio a la humanidad.
“Ven, Espíritu Santo… y renueva la faz de la Tierra”. ¡Buen Pentecostés!