Nada de lo humano le fue ajeno a Jesús; por lo tanto, todo lo que Él vivió queda al alcance de nuestra comprensión y aspiración, siendo nuestra meta primordial la resurrección. Esta resurrección implica regresar al hogar espiritual del que salimos, reinterpretar todas las penurias y alegrías vividas y reconocer la presencia de Dios/Amor en cada una de ellas. Desde esta certeza de incondicionalidad tan profunda como hermosa, podemos liberarnos con libertad de todo lo innecesario y permitir que la vida se exprese plenamente en cada uno de nosotros.
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Sin embargo, para que parte de este proceso ocurra, no existe ninguna aplicación, botón o inteligencia artificial que pueda ayudarnos u ofrecernos atajos para evitar la complejidad del trabajo interior que requiere. Como ocurrió con el Señor, que después de haber recibido tantas alabanzas y despertar a multitudes en el inicio de la vida pública, nosotros podríamos creer que en el reconocimiento, el poder y la fama está la vida plena, pero Él mismo nos enseñó que hay que ir a Jerusalén y experimentar la angustia de la pasión y la muerte, y ser fieles a la voluntad de Dios.
Coraje y determinación
Esto demanda coraje y determinación para resistir la tentación y soltarnos de todas las seguridades y máscaras que nos han cubierto hasta ahora y ser capaces de morir al ego.
A continuación, propongo un breve itinerario del proceso de resurrección:
- Identificarse con Jesús: el primer paso para adquirir la fuerza necesaria para atravesar la pasión y la muerte y alcanzar la resurrección es tomar conciencia de todo lo bueno que existe en nosotros, permitiéndonos sintonizar con el modo de ser del Señor. Ya sea nuestra alegría, creatividad, capacidad de escucha, sabiduría, resiliencia, sencillez, apertura, bondad, inteligencia, asertividad o cualquier don que poseamos, debemos reconocerlo como una manifestación de nuestra unicidad y singularidad creada por Dios.
- Resignificar todo lo que somos: como seres humanos, experimentamos dolor, vergüenza, culpa, rabia y otras emociones difíciles que a menudo tratamos de evitar o esconder. Jesús, aunque no pecó, vivió todas estas emociones como consecuencia del mundo en el que se encarnó, y nos invita a “hermanarnos” con todo aquello que nos cuesta. Solo así podremos redimir, sanar, integrar y desarrollar todo el potencial que estas áreas oscuras pueden ofrecernos.
- Despojarse: una vez que hemos reconocido nuestras luces y sombras, y hemos afirmado nuestra valía, podemos examinar los afectos desordenados que nos alejan de ser más plenamente hijos e hijas de Dios. Tal vez debamos soltar modos de ser dependientes y tóxicos, deshacernos de imágenes que nos esclavizan, vínculos que nos enferman, adicciones que nos paralizan y otros nudos que nos atan a la tierra y nos impiden disfrutar de la libertad del cielo. Sin embargo, el despojo solo es posible si lo hacemos por un bien mayor: el amor a Dios, encarnado en un sano amor propio y hacia los demás.
- Resucitar: Jesús, al estar muerto, debe haber experimentado una fuerza indescriptible de amor del Padre que lo volvió a la vida. Debe haber sido como un electroshock multiplicado por el infinito de energía amorosa lo que lo despertó. Nosotros, en menor medida pero igualmente evidente, hemos recibido “portales de amor de Dios” a lo largo de la vida, a través de personas, lugares, cosas y vivencias que nos han hecho sentir profundamente amados. Recordar estos momentos nos permite revivir la certeza de que somos amados incondicionalmente por Dios, más allá del tiempo y el espacio.
Si a todos estos recuerdos de amor recibido de nuestros amigos, familiares, hijos, nietos y los lugares donde ocurrieron, le sumamos el sacrificio amoroso de Jesús en la cruz por cada uno de nosotros, no podemos sino tener la certeza de que la vida ha triunfado en nosotros. Ha vencido sobre nuestras sombras, miedos, defectos, heridas, fragilidades y errores, permitiéndonos comenzar de nuevo y continuar nuestro camino, amando y sirviendo, tal como el Señor nos enseñó.