El matemático y naturalista Fidel José Fernández falleció el pasado 21 de septiembre en Madrid tan humildemente como vivió. Se hizo conocido porque durante décadas custodió el santuario natural de Montejo, enclave crucial del centro de la Península Ibérica. Cada año se iba a vivir una larga temporada entre bosques y rocas para llevar exacta contabilidad de la población de buitres y sus nidos, dejando clara constancia de los cambios de esta especie antaño despreciada como alimaña y que hoy sabemos crucial para la sostenibilidad ecológica.
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Cristiano sin alardes ni heroicidades, se entregó a una vida extraordinaria para salvar la Creación. Como recordó el teólogo Pedro Rodríguez Panizo en la eucaristía de su funeral, “el fundamento de todo ello, en él, era su condición de cristiano auténtico, con la sencillez de los lirios del campo y las aves del cielo”. Fidel encarnó Laudato si’.
Tan exactamente como hacía cada año el censo de buitres, llevaba cuenta del tiempo de observación. Fueron más de 50.000 horas dedicadas a custodiar la vida modestamente, con un trabajo callado, básico, esencial. Es un ejemplo irrepetible quien puede renunciar a tanto para dedicarse a salvar a las criaturas. Pero aunque su estilo de vida es casi inimitable, la intensidad de su consagración debía inspirarnos a todos.
Puro vuelo
Difícilmente la fidelidad que expresa su nombre puede ser mayor. Fidel entregó su vida para que no se perdiera nada de tanta vida que se nos ha dado. Cada año contaba que nada se perdiera, luchaba para que se salvara lo amenazado, fortalecía la comunión entre los seres humanos en y con la naturaleza.
Nuestro mundo está inmerso en la que ya se considera la sexta extinción masiva del planeta, y Fidel no fue solo un hombre singular, sino un profeta. En su funeral, había una gran pluma de buitre sobre el altar. Ahora Fidel ya es puro vuelo.