Detrás de muchas acusaciones a la Iglesia católica se esconde una crítica nacida de la incomprensión de nuestro mundo. Mientras el mundo avanza rápidamente, la Iglesia católica es lenta, muy lenta, estructuralmente lenta. Carece, según unos, del dinamismo de los orígenes, ese paraíso perdido con el que se fantasea, y reiteradamente se muestra como una institución asincrónica respecto del mundo.
Pueden estar en lo cierto con estas acusaciones. Ni lo discuto. Sin embargo, detrás de la identificación “católico” se encuentra algo mucho más profundo que la intención divisoria con la que muchos lo utilizan mostrando su ignorancia. “Católico” se refiere a lo universal, que es en el fondo la primera y casi única misión que la Iglesia tiene encomendada de parte del Señor: hacer familia, recomponer la unidad de la humanidad en la fraternidad, reunir a los pueblos dispersos. Desde aquí, quizá solo desde aquí, se comprendan otras tareas, los muchos sacrificios que se hacen, la auténtica evangelización, la amplia reflexión teológica y toda la doctrina social de la Iglesia. Olvidamos no pocas veces que la diversidad carismática es solo una expresión de la corporalidad de la Iglesia cuya cabeza es Cristo y que todo está llamado a la recapitulación de todo en Cristo.
Lo católico solo puede ser lento y paciente. Lo lento y paciente no es inmisericorde ni desprecia. De hecho, es justo al revés. Lo paciente otorga tiempo, respeta dinámicas, comprende procesos. Esto no es teología degrada, sino profundas verdades que los cristianos han olvidado, aunque la primera virtud que se expuso en un tratado cristiano fuera precisamente la paciencia, y no otras. Lo católico debe ser lento si quiere llegar a todos. Lento, por cierto, no es inmóvil. Ciertas marchas forzadas, por otro lado, solo nacen de la prepotencia de unos pocos a quienes no les importa olvidar ni dejar atrás a los débiles.
La diversidad de la Iglesia está más que garantizada. Es indiscutible que existen multitud de sensibilidades y no solo un puñado, como es igualmente cierto que hay caminos muy diferentes y vivimos como contemporáneos los que empiezan, los que llevan medio camino y los que están al final. Algo que, por otro lado, sucede en todos los países de orbe, con sus tradiciones y en su cultura, con sus retos y con sus necesidades. No verlo es miopía. Tanta que, a mí personalmente, me resulta imposible conocerla por entero y mucho menos comprenderla.
Paciencia y diálogo
Dicho lo anterior, si el catolicismo es lento quizá tenga que ver más con la paciencia y el diálogo, que con otras cosas. Los ritmos rápidos que nuestra época ha contagiado impiden, como se quejan muchas veces los mismos que atacan por este flanco, los encuentros profundos, las reflexiones calmadas, las conversaciones tranquilas. Y solo en estos espacios germina la fraternidad, primera misión de la Iglesia y única, que mueve realmente a la Iglesia por la acción del Espíritu. Recordemos algo de lo mucho bueno que hay en la teología pneumática: el Espíritu no solo otorga carismas, sino que ensambla a la Iglesia.
Una unidad que, para saber caminar en el mundo, ha conjugado siempre su unidad y su amplia diversidad local sin perderse en ninguna de las dos. Las iglesias, que muchas veces se recuerdan, podrían haber terminado en todo el mundo bajo la protección de sus respectivos estados, dependiendo de dónde se agrandaran las fracturas. El occidente europeo debería recordarlo bien, no falsear su memoria y entornar lamentos por ello. Una iglesia pequeña, una comunidad muy amigable y acogedora, puede quedar a merced también de sus propias pasiones, de sus pobres intuiciones, del contexto en el que está, sin defensa alguna y moviéndose al vaivén de lo que venga y haga más atractivo o se considere en ese momento mejor. Sin paciencia, sin embargo, no hay salvación. Sin lentitud, no se realiza la fraternidad.
Escribo este domingo con el impacto de la muerte de mi hermano y amigo jesuita Antonio Ordóñez. Ayer, entre las lágrimas de tristeza y la fuerza de la fe y la esperanza, reconocía cómo nuestra relación fue una de mis primeras y más grandes vivencias de la Iglesia. Diferentes cómo éramos nos reconocimos como hermanos y nos hicimos amigos. Siempre me acompañó, aunque quizá no pueda decir yo lo mismo. De los dos, él era el mayor. Con él y con muchos otros, que no nombro por no olvidar, la Iglesia cumple su misión de fraternidad. Con él y con muchos otros, la Iglesia sabe estar fraternamente unida en todos los lugares y ámbitos posibles: unos más en la frontera, otros más en el corazón de la Iglesia. Pero la centralidad de la catolicidad no está en la Iglesia misma. Solo es un atributo más, una característica que dice algo fundamental de ella y la invita a revisarse. La centralidad es de Cristo y esta se puede vivir, o no lamentablemente, tanto en la frontera como en el mismo Vaticano. Para mí es algo evidente.
Las diferentes causas que se enarbolan no han hecho, en ocasiones, suficientemente bien los ejercicios de San Ignacio. Qué bandera se sostiene debería ser lo único realmente importante. Y no hay tantas, sino solo dos. No es una reducción, sino una verdad para todo cristiano: o conmigo, o contra mí. Precisamente por eso, porque la unidad es posible en la comunión y no en la imposición, el horizonte escatológico del cristianismo es igualmente verdadero e imprescindible en la vida de todo cristiano.
No hace falta citar a nadie más. Hoy solo quiero recordar a este hermano de muchos a quien, con tristeza y esperanza, agradecemos su amor alegre y libre y con quien hemos recorrido parte del camino que nos conduce al Padre y a la plena comunión de toda la familia humana. Antonio, sacerdote, jesuita y amigo, reza por quienes todavía peregrinamos sin ser capaces de hacer maratones y lanzarnos a la montaña con la gente como tú hacías.