José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

El susurro de los caminantes: la mirada del Papa en su lecho de dolor


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En la penumbra de una habitación hospitalaria, entre el murmullo de los monitores y el suave respiro entrecortado de un anciano que carga con el peso del mundo, la mirada del Papa Francisco se pierde en un horizonte invisible. Su cuerpo, frágil como el de aquellos que cruzan mares y desiertos, le puede recordar el tránsito de los migrantes: almas errantes en busca de pan, de paz, de un abrazo que los nombre como lo que son: hijos de la misma tierra.



En la soledad de su lecho, quizá piensa en Lampedusa u otras tierras, en las aguas frías que han sepultado tantos sueños sin nombre. Recuerda los rostros ajados por el sol, las manos temblorosas que tocan fronteras como si fueran espejismos. “No son números”, musitó una vez, “son rostros, historias, carne viva de esperanza y dolor”. Y ahora, mientras su propio aliento se acorta, quizás su plegaria se vuelve aún más íntima, más cercana a la súplica de aquellos que, al igual que él, solo desean un poco más de tiempo, un poco más de vida.

Fatigado en su respiración quizás resuena el eco de su origen migrante. Hijo de italianos que buscaron un hogar en Argentina, él mismo es testimonio de la lucha por la supervivencia, del desarraigo y del renacer en tierras nuevas. Su historia personal es un espejo en el que se reflejan los millones que hoy atraviesan caminos inciertos con la esperanza de hallar un futuro digno.

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Los migrantes caminan con la fe de quien no se permite rendirse. Cruzando ríos, esquivando muros, sorteando alambradas, huyendo de mafias. Y en cada paso, llevan consigo un retazo de la humanidad que el mundo a menudo olvida. ¿No es ese mismo espíritu el que anima al anciano pontífice? Un peregrino del Evangelio, que en su enfermedad quiere seguir alzando su voz por los más pequeños, los más desposeídos, aquellos a quienes la historia quiere condenar al olvido.

Una llaga abierta

Pero su dolor no solo es físico; es también el dolor del mundo fracturado, dividido por la arrogancia de líderes que, con armas o dinero, buscan repartirse el planeta como si fuera un tablero de juego. La polarización de los pueblos, la imposición de poderes que pisotean la dignidad de los otros, el egoísmo que levanta muros invisibles y visibles… Todo ello es una llaga abierta en la conciencia del pontífice. Quizá en su postración, siente el peso de tantas injusticias que desgarran el tejido humano, que convierten la compasión en un susurro silenciado por el estruendo de la ambición.

Sin embargo, en medio de su fragilidad, Francisco parece que sigue con buen ánimo. Camina un poco, respira por sí solo, lee y responde a los mensajes de quienes le envían palabras de aliento. Su buen humor persiste, como una llama que no se apaga, un testimonio de resiliencia que, al igual que los migrantes, se niega a rendirse. Su lucha por la vida es también la lucha por la supervivencia de tantos, una muestra de que la esperanza no se extingue ni siquiera en la enfermedad.

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Quizá, en su debilidad, siente en carne propia la angustia del que no tiene hogar. Quizá, siga recordando el sueño de una Iglesia sin fronteras, el de una humanidad sin miedo cuando ahora parece que la quieren seguir troceando. En su postración, su oración es un eco del clamor de los migrantes: “Señor, que el mundo no nos abandone”. Y en ese murmullo de fe y de ternura, la esperanza se mantiene en pie, como un niño que aún cree en la promesa de una tierra donde nadie sea invadido, ni manejado donde nadie sea extranjero.

Quizás sean estos, algunos de sus pensamientos de estos días. Quizás…