Más de una vez he sospechado que Google Maps lo inventaron por mí. No tengo pruebas, pero tampoco dudas de que el día que repartieron el sentido de la orientación yo debía estar despistada con cualquier ardilla que se me hubiera cruzado. El caso es que me da muchísima seguridad contar con un navegador en el teléfono que, en caso de estar gravemente perdida, me pueda dar una pista de por dónde puedo regresar a una zona conocida. Esta aplicación ya ha venido a mi rescate varias veces en estos días, que estoy por la siempre preciosa, pero eternamente desconocida, ciudad de Roma.
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“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20)
A pesar de esta necesidad mía de sentirme ubicada en un mapa o en cualquiera de sus versiones, el otro día me comentaron cómo algunas personas procedentes de África renunciaban a estas ayudas. Sus razones son mucho más profundas de lo que pudiera parecer, pues argumentaban que les impedía tener excusas para preguntar, relacionarse con la gente del lugar y establecer una serie de vínculos personales mucho más valiosos que el hecho de llegar a donde se desea en un tiempo determinado. Cuando no tienes un plano y desconoces la ruta a seguir, la propia precariedad te empuja a preguntar, a presentarte ante los demás desde el propio límite, a encontrarte con quienes no conoces y a dejarte ayudar por ellos. Esta imagen me resulta de lo más gráfica y sugerente de cómo somos invitados a situarnos en la existencia.
Solemos gestionar con dificultad la incertidumbre, pero la vida nos aboca a ella de manera inevitable. Por más que pretendamos agarrarnos a rutas trazadas, a sendas conocidas o a planos bien descritos, cada uno tenemos que enfrentarnos a la inseguridad de no tener claro si el paso que estamos dando es el adecuado o si nos estaremos encaminando hacia donde no quisiéramos ir. Esta precariedad existencial que todos compartimos, si la acogemos como oportunidad, se puede convertir en posibilidad de encuentro, de apertura a los demás, de búsqueda conjunta, de ayuda mutua y de experimentar la verdad de esa desconcertante promesa del Resucitado que no siempre nos resulta evidente: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Quizá abandonar toda pretensión de asegurar la vida nos ayude a aventurarla con otros y para los otros. Eso sí, para caminar por ciudades desconocidas yo seguiré usando Google Maps.