He estado tentada de no escribir esta semana nada que tuviera que ver con cerrar un año y empezar otro. Y he llegado a la conclusión de que presumir de huir de los tópicos como una especie de declaración de intenciones que te pone por encima de la media, no deja de ser otro gran tópico bastante prejuicioso.
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Así que sí: me uno a esta sana costumbre –creo yo– de pararnos y hacer balance, saber de qué lado nos inclinamos en este momento de nuestra vida. O tantear de qué lado la vida nos está moviendo, ya sea para acompasarnos con ella o para buscar algún contrapeso digno.
Y con eso ya sería bastante, creo yo. Que como decía Teresa de Ávila, mucho nos conviene evitar un conocimiento propio “ratero y cobarde” (1M 2,11), pues “terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni entiendan sus caminos” (1M 2,12). Y si esto nos pasa habitualmente, imaginemos la dificultad en momentos de mucho ruido, dentro o fuera de uno, o mucho ajetreo, mucho figurar, mucho entrar y salir, mucho reír sin saber por qué (porque toca), mucho no expresar lo que a cada cual le aprieta por dentro.
Cambiar de año
Y el fin de año nos lleva mucho por estos ruidos. Cuando trabajaba en un restaurante las cenas de Nochevieja me dejaban siempre mal cuerpo (y mal alma). Mucha gente seria y respetable, familias con sus más y sus menos (como todos), personas de las que conocía sus angustias y sus luchas y otras de las que no conocía absolutamente nada… pero llegado el momento, se transformaban. Por el simple convencionalismo acordado de ver un cambio de año en las manecillas de los relojes al dar las 12, todos parecían explotar entre serpentinas, matasuegras, chifladuras varias, gritos y bailes no tan armónicos, sombreros ridículos y antifaces…
Unas horas antes ni siquiera se habrían saludado unas mesas con otras. Algunas personas habrían pasado invisibles ante otras (por situación social, por el aspecto de la ropa, por el barrio en que viven o la tarea a la que se dedican…). Y ahora, de repente, bailan juntos y se felicitan como si realmente se importaran. Como si se conocieran. Recuerdo que la escena me producía una profunda tristeza. Y yo hacía lo posible por estar fuera de “foco”. Como si eso me pudiera proteger de mis propias superficialidades, artificios y mentiras. Las mías.
Volver a la vida
Y ahora pensaba qué distinto es este modo de “volver” a la vida en modo “Nochevieja” de aquel otro “volver” de los pastores en Nochebuena (Lc 2,20). Solo hace 7 días de aquello. Qué júbilo y que modo de cantar la vida tan distinto. Quizá necesitamos de los dos. Un exceso de profundidad y belleza “santa” podría matarnos de un ataque de estética. Pero acostumbrarnos a lo superfluo también. Nos mata más despacio y de un modo más imperceptible, como la gota de arsénico comida tras comida, pero acaba matándonos igualmente.
Y con esto me quedo: parar para elegir cómo cantar la vida y cómo volver a ella una y otra vez. Ojalá más conscientes, más libres, más honestos. A veces conllevará abandonar algunos lugares, elegir otros, prescindir de pasados encuentros, abrir espacios para otros nuevos… Requerirá valor para conocernos con verdad y nombrarnos. A nosotros mismos y a quienes nos rodean, y a la vida que nos acuna de un lado a otro sin que sea siempre fácil saber de qué lado queremos bailarla.
Puede que no sea un gran deseo para el año nuevo pero quizá es un deseo seguro. No me parece mal anclaje para vivir desde él, con cierta estabilidad serena, tanto en momentos de silencio y soledad (que yo sé que se vendrán) como de cotillón y fiesta (que también los necesitamos de vez en cuando). Y que en unos y otros sigamos dejándonos mirar por Él, que bien nos quiere (y nos conoce) y del que siempre volvemos mejores. Pobremente enriquecidos. Y que podamos tener cerca siempre lo único que nunca pasa: las personas de nuestra vida. El mejor tesoro. También para el año nuevo que está a la vuelta de la esquina y que, sinceramente, nadie sabe lo que nos traerá. Cómo nos encuentre o al menos cómo intentemos acogerlo ya es cosa nuestra.
Emprendamos la vuelta. Elijamos volver. Como una especie de “regreso al futuro” porque volvemos a la casilla de salida una vez más y a la vez, iniciamos lo que está por venir. El único fracaso (si es que eso existe) será rendirnos o alejarnos de nosotros mismos. Todos los demás son intentos y esos jamás se pierden. Son trazos de camino.