No sé si sea cierta la anécdota atribuida a Gabriel García Márquez, ubicada en algún cruce fronterizo de cierto país europeo. Al momento en que el agente aduanal le requería sus documentos, le preguntó: “¿a qué se dedica?”.
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El nobel de literatura colombiano respondió, con su habitual sonrisa mezcla de picardía e inocencia: “a escribir”. “De acuerdo -insistió el funcionario-. Pero: ¿cuál es su oficio? ¿cómo se gana la vida? ¿en qué trabaja?”. Triunfador, el autor de ‘Cien años de soledad’, replicó: “escribiendo, y estoy seguro de que gano más dinero que usted”.
Al afamado novelista, no obstante la pintoresca contrariedad, le fue bien. Imaginemos que, por el contrario, quien se somete a ese escrutinio migrante, ofrece la siguiente respuesta: “leo”. Si el inspector referido se azoró con la respuesta de quien se dedica a teclear: ¿cuál sería su reacción ante esa persona que, con orgullo, se define laboralmente como “lectora”? No sería descabellado suponer que se indignaría, sentiría que le tomaban el pelo, pues: ¿cómo es posible que la lectura se considere una ocupación respetable?
Son frecuentes las ocasiones en que algunas personas me sorprenden leyendo… y asumen que estoy desocupado. Peor es la escena si lo que leo no es un libro de filosofía o teología, o las Sagrdas Escrituras, sino una novela, un cuento o un poema. Me ven con ojos de censura pues, suponen, tendría que estar realizando actividades más productivas.
Por ello me agrada, pues me siento respaldado por el papa Francisco, la Carta sobre el papel de la literatura en la educación, fechada el 17 de julio, pero publicada el domingo pasado, y dirigida a los seminaristas, a los agentes de pastoral y a todos los fieles. Con ella busca despertar el amor por la lectura, generar un oasis que nos aleja de otras opciones que no son buenas, abrirnos a espacios interiores, superar la obsesión por las pantallas que hay en algunos seminaristas y revitalizar en nosotros el poder empático de la imaginación. Textual, afirma: “un conocimiento asiduo de la literatura puede hacer que los sacerdotes y todos los agentes pastorales sean aún más sensibles a la humanidad plena…”.
Francisco de Roma ya había invitado a incursionar en las artes literarias, cuando en mayo del año pasado se dirigió a poetas, escritores y guionistas, participantes en una conferencia organizada por La Civiltà Cattolica y la Universidad de Georgetown. Los definió como ojos que miran y sueñan. Yo añado que son artesanos de la palabra, capaces de expresar de manera bellísima lo que nosotros también pensamos, pero no podemos articular ni pronunciar fonéticamente.
Bienvenida esta invitación, pues nos reconcilia con una actividad -leer poesía y literatura en general- que nos permite relanzar la imaginación hacia alturas insospechadas, y aterrizar después en cambios fundamentales para nuestras vidas.
Pro-vocación
Para muchos curas del mundo entero, mantener una estancia prolongada en Roma es un sueño. Ya desde la perspectiva académica, por la posibilidad de hacer un posgrado en las prestigiosas universidades romanas -con la Gregoriana a la cabeza-, ya para estar cerca del Vaticano y del Papa, los que necesitan una foto con su Santidad o en la Basílica de San Pedro. Pero para siete sacerdotes nicaragüenses otro es el horizonte: expulsados de su país por la dupla dictatorial Ortega-Murillo, tendrán que residir en la ciudad eterna, en contra de su voluntad, por solo Dios sabe cuánto tiempo.