Hay quien, irónicamente, dice que soy como “mudita”, la versión femenina del enanito de Blancanieves. Quiero pensar que es porque soy buena conversadora y no porque no sepa callarme cuando hace falta hacerlo. El hecho es que, por muy habladora que sea y aunque no sea fácil, a veces me quedo sin palabras. Es lo que me ha pasado durante estos días ante los desastres que ha provocado la DANA. Llevo varios días consciente de que no había otro tema posible sobre el que escribir este blog, pero, a la vez, sin saber de qué hablar. Una pierde la capacidad de decir nada ante las imágenes dantescas y el relato de las víctimas. Cuando te haces cargo del desconcierto, de la incertidumbre y del dolor de los afectados, las palabras se esfuman y no sé qué se puede decir sin que suene a hueco, a vacío, a lo de siempre…
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Mancharse con un barro que empapa
Quiero pensar que esta incapacidad para el discurso que nos genera el sufrimiento es también lo que nos moviliza, lo que relativiza nuestras preocupaciones y pone en primer plano la urgencia de los otros. Estos días no nos faltan imágenes de tantos que se ocupan y se preocupan por dar respuesta a esta urgencia… y todos están llenos de barro. No hay modo de acercarse a los lugares y a las personas afectadas sin mancharse y estoy convencida de que esto no vale solo para esta situación concreta. Asomarse al abismo del sufrimiento ajeno, vislumbrar su profundidad, intuir el peso del miedo y de la incertidumbre, experimentar la propia impotencia y dejarse conmover por la realidad solo lleva a un movimiento: posponer los discursos y aceptar mancharse con un barro que, sin ser nuestro, nos empapa y se nos pega hasta hacerse parte de nosotros.
No hay modo de caminar al lado de quienes están en el fango sin salpicarnos por él, sea este literal o metafórico. En el fondo, se trata de una consecuencia básica de confesar que el Hijo asumió nuestra condición humana, que no es una afirmación teórica. Implica reconocer que nuestro Dios no es de los que contempla la realidad protegiéndose en la distancia, sino que se vacía de sí y se embarra con las personas hasta las últimas consecuencias (cf. Flp 2,6-8). Si pretendemos mantenernos incólumes al dolor ajeno, sin que este nos afecte, nos dañe ni nos complique la vida, acabaremos hablando mucho, pero manchándonos poco y no es este el aprendizaje que nos da la Encarnación… ni la gente de Valencia.