Hay realidades que nos transportan a la infancia. Dicen que sucede mucho con los olores, porque nuestra memoria más primitiva es la olfativa, pero pasa también con paisajes, situaciones e incluso términos. Y es que hay palabras que están llenas de recuerdos y nos lanzan al pasado sin apenas percibirlo. Eso es lo que me ocurre con el verbo ’embotar’. Cada vez que lo escucho me hace recordar a mi madre asando pimientos en casa. Era una labor bastante engorrosa y siempre acompañada con ese olor que impregnaba todo y que compartíamos con toda la escalera del edificio, la mitad por la intensidad del tufillo y la otra mitad porque los demás vecinos también estaban enfangados en esa tarea de aprovechar el buen precio del producto para asegurarse tener siempre a mano esos pimientos, preparados y dispuestos para alegrar a un huevo frito.
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Embotar el corazón
Quizá por esta vivencia de la infancia me resulta especialmente gráfico que Jesús advierta del riesgo de que se nos embote el corazón a golpe de las preocupaciones de la vida (Lc 21,34). Se pueden imaginar que la idea primera que me viene a la cabeza, recordando a mi madre pelando, cortando y guardando pimientos asados, puede resultar bastante macabra. Eso sí, la imagen de tener el corazón encerrado en un frasco es, cuanto menos, sugerente. Se embota aquello que queremos conservar, que deseamos que esté en buen estado y que no le afecten ni el paso del tiempo ni las circunstancias… y, claro, esa no es una buena estrategia para el corazón.
La existencia adquiere sentido en la medida en que vamos aprendiendo a amar y eso solo se consigue permaneciendo en el intento. Esto implica, necesariamente, dejar que los demás y que la realidad nos vayan tocando por dentro, aunque eso conlleve arañazos, golpes, caídas y levantadas. No creo que haya otro modo de hacer ese aprendizaje esencial que dejándonos jirones de corazón por el camino y llenándolo tanto de nombres y de rostros que resulte imposible mantenerlo inalterado y “como si nada”. Visto así, es normal que el Señor nos advierta del riesgo de conservarnos indemnes ante la vida y enfrascados en todo aquello que nos entretiene de lo realmente importante. Quizá el Adviento es un buen momento para des-enfrascarnos el corazón y decidirnos a ponerlo en juego en cada encuentro ¿no os parece?