Celebramos estos días la Jornada Mundial de los Pobres. De los empobrecidos diría yo. Y me pregunto si la pobreza está en la periferia o en el centro. Es decir, en el corazón.
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Porque desde los ojos del corazón podemos ver los mapas físicos grabados en el rostro humano donde se registran las huellas del pasado y que, en el rostro de los pobres si no evitas cruzar su mirada con la tuya ese rostro desvela y “narra” historias con solo mirar su superficie. Son como retratos que se podrían describir como una biografía compleja y sin palabras.
Búscalos en la calle desnuda y dura. Entre los mendigos, los yonkis, los desheredados de una sociedad que convierte en fantasmas a los que no hacen pactos con ella. Son invisibles para la mayoría y deambulan sin rumbo, sin familia, sin residencia, ni destino por las calles de las grandes ciudades.
A menudo, su invisibilidad deja las sombras y se trasforman en un golpe y son como un puñetazo lanzado directamente contra nuestra indiferencia cotidiana. Como el que vi en aquella mujer tuerta que con su ojo cerrado hace su viaje a otros mundos que la hagan escapar de este, mientras abre su otro ojo para mantener el contacto con el mundo real y mirarnos. Es infinitamente más joven de lo que parece, pero por sus marcas y expresión podría haber vivido ya seis vidas y media.
La soledad del ser
De vez en cuando, sobre todo en la noche, en los reductos de la marginalidad aprovecho un instante, tan solo un instante, para buscar una mirada rápida con ellos, un brillo especial posible en los ojos medio apagados, una mirada que vivifique un rostro, alguien que a través del cruce de miradas pueda mostrar su biografía, su vida. Rápidamente me conmuevo, me arrepiento, me avergüenzo. Desvío la mirada. Y pronto aquel empobrecido – y en la noche lo es más–, se emboza en la manta y tapa su rostro. Respeto su intimidad y me avergüenzo de habérsela robado un instante. Tan solo un instante. Fue un breve cruce de miradas que en mi caso solo pretendía cercanía.
Pero aquella otra noche, aquel otro hijo abandonado de Dios estaba despierto sin taparse la cara. Y me contaba su historia, enredada con algunas de sus cicatrices en su rostro, con sus arrugas, y con sus ojos infinitos, nítidos y claros. Mirando a la luna. Hablé un ratito con él. Era migrante. Por eso su mirada quizás me parecía que iba más lejos. Y quizás más atrás. No lo sé.
Le dejé solo y al marchar de allí pensé –por aliviar mi tristeza y mi mala conciencia– que quizás el hombre, aquel hermano, estuviera sintiéndose acompañado por algo parecido a lo que dice Gloria Fuertes: “En las noches claras, resuelvo el problema de la soledad del ser. Invito a la luna y con mi sombra somos tres”
Hay muchas soledades. Por ejemplo, las que nos ponen al descubierto la desesperación, el abatimiento y la tristeza de mujeres aniquiladas (por la vida y el crack). Y otros miles de rostros. Y es que no se puede caminar por la vida con los ojos cerrados. Es necesaria la mística de los ojos abiertos (J.B. Metz). Y contactar con los empobrecidos nos lleva al descubrimiento de que “hacer sitio para el otro es hacer sitio para el Otro” y que abrirnos al extraño cambia nuestra forma de ver el mundo y de entendernos a nosotros mismos.
Sus figuras parecen surgir como si escapasen por un segundo de las tinieblas en las que viven para mostrarnos su mirada.
Y se convierten en iconos. Como aquellos a los que se refería el P. Kolvenbach cuando le pedían que explicara cómo rezaba. Le preguntaron: “Padre, ¿usted cómo reza?”. Este le contestó: “Rezo con iconos”. El novicio insiste: “¿Y qué hace?, ¿los mira?”. Y el P. Kolvenbach responde: “No, me miran ellos a mí”. Si somos capaces de dejarnos mirar en profundidad por los empobrecidos , estos se convierten en iconos permanentes. Que nos enriquecen. No me escondas tu rostro.