Vivir en Alcalá se me convierte en un espejo que refleja el valor de mirar hacia atrás. Caminar bajo los soportales del casco antiguo es como recorrer las páginas de un libro amado, cuyos capítulos ya leídos siguen ofreciendo lecciones. La historia propia y la que aquí se vive no pesa; más bien acaricia. La jubilación no es un final; es una nueva posibilidad que florece en la calma del pasado y en la siempre promesa de días plenos. Camino por sus calles. Y en algún paseo me encuentro con unos peregrinos de la Esperanza: Migrantes
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Hijos del viento
Muchos son del Centro de Migrantes de Alcalá, Ya desbordado por sus 1.700 plazas. Parece que son como los nuevos hijos del viento. Es fácil rozarse con ellos en esta ciudad de encuentros, que abre sus brazos como la madre que alguna vez amparó a Cervantes en sus calles adoquinadas. Donde el pasado también se encuentra con el presente. Caminan ágiles, fuertes y frescos. Son los llamados menores migrantes. No me lo parecen tanto. Son portadores de historias que cargan como alforjas llenas de sueños y cicatrices de los muchos vientos que han bebido.
El llegar y el estar
Llegaron , jóvenes o niños, de lejos, navegando mares oscuros o cruzando fronteras polvorientas. Mueven muchos lo brazos –como si bailaran–. Sus manos, tocan ahora el aire de esta ciudad antigua, buscando un rincón donde plantar raíces. Son vidas muy jóvenes y fuertes que fluctúan entre la esperanza y el recelo. Llegan y están. (¿De paso?) Alguna vez les oí cantar canciones en un idioma extraño quizás recordando un hogar dejado atrás.
Sobrevivir como arte
Los he visto también en los patios de los colegios, donde los niños autóctonos juegan despreocupados, y como ambos aprenden el idioma de la mirada. Artistas que con sonrisa tímida se saben convertir en un puente frágil hacia los juegos compartidos. Pero también hay silencios. Hay también –sobre todo entre los adultos– quienes los miran como espejos rotos que reflejan lo desconocido. Así, entre las palabras aprendidas y las murallas invisibles, forjan como artistas, su lugar en el mundo, a menudo más en el margen que en el centro.
La relación con la ciudad
Alcalá les observa, y ellos la observan de vuelta. Algunos vecinos ven en ellos un motivo de inquietud, otros una oportunidad para recordar la humanidad compartida. En las plazas, y parques (uno dedicado a los Cinco sentidos), los menores migrantes se entremezclan con los niños de siempre. Juegan al fútbol, aunque sus botas estén quizás un poco más desgastadas; ríen, aunque su risa, si han venido ya un poco mayores, lleve el eco de una añoranza desconocida para otros.
La poesía de sus días
Los menores migrantes son poetas involuntarios. Cada paso que dan por esta ciudad es un verso. Alguno trágico. Cada susurro, (o cada lágrima) un canto. Traen consigo historias de tormentas y desiertos, pero también de la fuerza del espíritu humano. Entre las murallas de Alcalá, sus vidas son como hojas al viento: a veces arrastradas por la fuerza de un destino ajeno, otras danzando con gracia inesperada.
Un puente entre mundos y culturas
Con el tiempo, algunos se convertirán en adultos de verdad, y no solo adultos forzados por la huida. Ya no solo pertenecen al lugar de donde vinieron, sino también a esta tierra de las tres culturas. Se alzan como puentes, invisibles pero firmes, entre nosotros. Sus amigos autóctonos aprenden palabras nuevas; Y todos, lecciones inesperadas de resiliencia.
Y así, en Alcalá de Henares, estos menores migrantes son el corazón de una literatura aún por escribir, un poema quizás que habla de la humanidad compartida, de la lucha, y de la belleza que surge cuando los mundos se encuentran y se abrazan, aunque sea con cautela.
Estoy cerca de la catedral donde, en el espíritu del Jubileo, se abren las puertas para recibir la gracia y ofrecer perdón. En la cuna del autor del Quijote universal recuerdo que el mundo está llamado a abrir no solo sus fronteras universales, físicas o morales que acojan, protejan, promuevan, e integran. También las del corazón. Ahí pone el acento “el joven” Papa Francisco, (que también vivió en esta ciudad) con la sencillez de sus palabras y la profundidad de su mensaje.
Me gusta la metáfora de la apertura de las puertas jubilares como puertas abiertas aunque algunos las quieren cerrar como si se pudiera poner puertas al campo. O al mar donde muchos mueren o de donde muchos vienen (en Alcalá son sobre todo de Canarias). El mar que no solo es símbolo machadiano de la trascendencia acogedora. Un mar que no discrimina; abraza cada río que llega a su encuentro. Como las sociedades destinadas a ser como el océano: receptivas, generosas y vastas.
No se pueden poner puertas al mar. Hacerlo sería negarnos a nosotros mismos. Sería olvidar que, como esos emigrantes todos somos viajeros en busca de un hogar, ya sea físico o espiritual. Abramos las puertas de la catedral magistral de Alcalá y las del mundo, pues cada ser humano es una ola que pide posada, y forjada en el inmenso océano de la humanidad.
En este camino jubilar, abrir las puertas no es una concesión, sino una afirmación de nuestra humanidad cosida y compartida. Donde como decía Mario Benedetti, aquel que se quedó a la puertas del premio Cervantes: “La humanidad es el único sastre que puede confeccionar su propio destino; pero para ello, debe primero aprender a no coser diferencias con hilos de intolerancia”.