Profesor universitario, responsable de Derechos Humanos de Justicia y Paz y vicepresidente de la Federación Española para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos

En buenas manos


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Quien más, quien menos habrá tenido alguna vez la experiencia de ser cuidado exquisitamente, de esa manera que hace a la persona sentirse especial. Un cuidado rebosante de cariño e incondicionalidad, dignificador, generador de confianza y ahuyentador de miedos.

Ese cuidado, que damos por hecho que debe darse en los primeros años de la infancia, y que cada vez se da menos por supuesto que deba darse a nuestros mayores, pasa por un paréntesis en los años centrales de la vida, en los que la sensibilidad, la delicadeza y el mimo, ceden terreno rápidamente ante las exigencias de competitividad e individualismo que el neoliberalismo exacerbado nos impone. Un neoliberalismo que asume, desea y necesita la derrota vital de los más vulnerables que, por cierto, cada vez son más.

Incluso los recursos existentes en la sociedad para el cuidado (tanto públicos como privados) se tiñen de condicionalidad y sospecha hacia quien los reclama, de exigencia, y en ocasiones incluso de racismo institucional. No es casual que el protagonista de la magnífica película ‘Yo, Daniel Blake’ , del director británico Ken Loach, terminara afirmando en su carta de despedida:

“No soy un cliente o un usuario de servicios. No soy un haragán, un parásito, un mendigo o un ladrón. No soy un número de la Seguridad Social o un punto luminoso en una pantalla. Pago mis deudas y estoy orgulloso de proceder así. No me siento inferior a nadie, sino que miro a mi vecino a los ojos y lo ayudo si puedo. No acepto ni busco la caridad. Mi nombre es Daniel Blake. Soy un hombre. Como hombre que soy, exijo mis derechos. Exijo que se me trate con respeto. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano. Nada más y nada menos”.

Nada más y nada menos que ser tratado como ciudadano es lo que reclama Daniel Blake. Al igual que ‘El hombre elefante’, de la célebre película de David Lynch que reclama que se le reconozca como un hombre, como un ser humano y no como un animal.

Ciudadanía y Derechos humanos son las dos caras de la misma medalla. Una no puede existir sin la otra. Por eso es preciso reivindicar una ciudadanía no devaluada en la que el ejercicio de los derechos humanos sea plenamente reconocido y ejercido y no subastado a la baja con racanerías y subterfugios como sucede en la actualidad. Una ciudadanía que se haga verdaderamente accesible a los más vulnerables, procedan de donde procedan a fin de que puedan vivir dignamente y sin miedo.

La reivindicación de una ciudadanía social en sentido amplio es el marco que permite garantizar una ética y una estética del cuidado profundamente humanizadora. Ello precisa la complicidad y la colaboración de personas que desafíen con sus gestos, con sus opciones, con su dinero, con su tiempo, y con su bondad, una realidad que hoy por hoy se presenta inamovible.

Y en esta lucha, los cristianos y las cristianas no pueden quedar al margen.