Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

En carne viva


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Mi buena amiga y mejor tuitera Ana Cid compartió un sugerente texto de Anthony de Mello que no ha dejado de darme vueltas:



“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Resulta penoso comprobar los denodados esfuerzos de quienes tratan de convertir de nuevo la carne en la palabra. Palabras, palabras, palabras…”.

No es raro que nos pasen estas cosas con Dios: Él se empeña en abajarse, nosotros en subir y subir. Él empeñado en hacerse pequeño, nosotros obsesionados con las grandezas. Dios queriendo pasar desapercibido, nosotros queriendo ser el centro. La Palabra haciéndose carne y nosotros tratando de que la carne sea palabra y más palabras.

Nos pasa mucho. Ya los primeros cristianos ponían en boca de María este asombro en modo de oración:

“Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los sencillos,
a los que tienen hambre los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.

La carne no miente

Supongo que no acabamos de creernos que Dios es como decimos que es. O que no acaba de ser cierto que nosotros queramos ser como decimos querer ser. Valoramos la libertad y andamos hambreando relaciones de control y poder. Valoramos la humildad y en cuanto la vida nos pone en situación de humillación nos venimos abajo. Valoramos el amor como motor del mundo y nos cuesta la vida amar y no enredarnos en sucedáneos.

Algo parecido creo que nos pasa con la palabra y, sobre todo, con la carne. Puestos a elegir, ponemos más empeño en que la carne se haga palabra que al revés. Quizá nos sentimos menos amenazados hablando que tocándonos. Quizá porque sabemos que la carne no miente y es muy difícil engañarla. Quizá porque hemos hecho de la palabra mucha palabrería, mucha apariencia, mucha poca verdad.

De hecho, la única palabra que nos conmueve es la que está preñada de carne, de humanidad, de cuerpo, de lo concreto. Esa palabra que nos habla y nos mira a la vez y nos toca y nos pone en movimiento. Esa palabra encarnada. De hecho, la única carne que no nos preocupa es la que no nos dice nada, la que podemos domesticar, de la que podemos prescindir, de la que pasa al lado y no nos roza siquiera.

Abrazo

Nos sobran palabras huecas, esas que alimentan todas las ideologías, sean del color que sean. Nos falta carne viva, esa que nos hace más humanos y nos recuerda que somos frágiles y caducos. Y tan contentos.

Ya decía san Ireneo, allá por el siglo II, algo parecido: Dios encarnándose y vosotros locos por des-encarnaros:

“No abandonéis la carne, lo concreto, lo visible, lo moldeable. Os parecerá que vais más despacio, que os equivocáis más, pero no es cierto. Simplemente camináis al ritmo que os es propio. Sin forzarlo. No os dejéis engañar pensando y hablando y hablando… fuera de la carne, de lo humano, de la blanda, terca y preciosa realidad. Dejad de soñaros a vosotros mismos sin carne. Dejad de amar a un Dios sin carne”.

Bueno, igual no lo dijo exactamente así, pero más o menos. Excepto la última frase que esa sí es literal suya. Casi nada.