En modo coronavirus


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Bogotá, Colombia, a los 55 días después de la primera alerta dada por la Organización Mundial de la Salud. Cuando los contagiados, a nivel mundial, suman 447.000, 112.068 pacientes se han recuperado y las víctimas fatales ascienden a 19.811. En realidad, a 19.811 familias que están llorando a un ser querido. Cuando el enemigo que viajó escondido en inocentes viajeros nos convirtió en el noveno país contagiado, de América, con 470 víctimas, ocho recuperadas y cuatro pacientes fallecidos, es decir, cuatro familias adoloridas.



Escribo este blog #EnModoPandemia. No hay de otra. Aunque no sé si mis palabras sobran en medio de esta avalancha de información que circula por las redes y los medios de comunicación. La verdad, no sé muy bien qué escribir y quizá debería hacerlo, con mirada de mujer, sobre las mujeres víctimas de esta pandemia por contagio o por maltrato, sobre las que viven del día a día y entre las que se cuentan las sexualmente explotadas: la vulnerabilidad de las mujeres es, sin duda alguna, un tema sobre el cual voy a escribir un día de estos.

Pero por ahora, como mamá y abuela pero también como mujer y teóloga, quiero compartir algunos sentimientos y pensamientos en este encuentro mundial con la vulnerabilidad humana que es, al mismo tiempo, experiencia global de incertidumbre. Vulnerabilidad e incertidumbre de las que nadie escapa y que cada quien tiene que vivir a su manera. En su propia dimensión. En sus circunstancias personales. Y perdónenme si comparto, en primer lugar, retazos de mi propia experiencia y luego sí me propongo mirar a la distancia aunque también desde mi propia experiencia: desde mi mirada de mujer y de teóloga.

Tres momentos de la pandemia desde mi experiencia

Debo confesar que en un primer momento la amenaza la sentí lejos de casa. En otros países. Distante. ¡Pobre gente!, pensaba, ante la noticia diaria que registraba cientos y miles de víctimas contagiadas, de familias que lloraban a sus seres queridos –un sentimiento que me ha venido acompañando– y de personas atemorizadas que empezaban a encerrarse en sus casas o a ignorar el peligro, como lo hizo más de un gobernante. ¡Pobre gente!, pensaba, tan vulnerables y teniendo que enfrentar la incertidumbre del mañana. Con ellos y ellas me sentí solidaria y recé –que es una forma de solidaridad– pero a sabiendas de que la amenaza estaba lejos…

Sentí que el enemigo se acercaba –es el segundo momento– cuando afectó a mi familia. Golpeó lugares donde cinco de mis doce nietos podían correr peligro, además de quedar aislados de sus papás. Además, Fernando, Lina, Eduardo, Camila, Pablo, Alejandro, Natalia, Laura, Mariana, María José, Felipe y Juan Fernando –mis doce nietos– empezaron a ver suspendidas o notablemente modificadas sus rutinas escolares, universitarias y profesionales, al mismo tiempo que dolorosamente –sí, porque eso duele– aplazados sus proyectos inmediatos. Ellos y sus papás se sintieron vulnerables, asustados ante la incertidumbre de qué pasaría al siguiente día.

Compartí, conmovida, su frustración y conmovida, también, estoy admirando su capacidad para reaprender, al mismo tiempo que su fe en sí mismos y en la vida para poder seguir adelante: eso que llaman resiliencia. Compartí el feliz regreso a casa de quienes estaban lejos y debieron permanecer 14 días en aislamiento con el resto de sus respectivas familias pero en comunicación con las otras familias de mis otros hijos, igualmente en cuarentena por propia voluntad y por disposición de los gobiernos de sus lugares de residencia.

También contemplo, emocionada, cómo la vulnerabilidad se convierte en fortaleza cuando el día a día de esta emergencia se vive en el amor y la solidaridad y cómo la incertidumbre se convierte en seguridad cuando en ese amor y solidaridad se mira el mañana que se vislumbra borroso y en suspenso: ¿grado?, ¿universidad?, ¿especialización?, ¿trabajo?, ¿ejercicio de la profesión?, ¿ingresos familiares? Por ellos y ellas rezo –que es una forma de cercanía y de mandar buenas energías– para que crezca su fortaleza y puedan lograr sus proyectos.

Rezo, sobre todo, para que sepan aprovechar esta circunstancia: para abrir los ojos al mundo que los rodea y a las necesidades de las demás personas; para hacer un alto en el camino y caer en la cuenta de lo que diariamente pasa desapercibido; para descubrir y valorar lo que las demás personas hacen por ellos y ellas en sus casas, en sus ambientes educativos, en sus ciudades; para que la crisis que estamos viviendo sirva como nuevo punto de partida para replantear y construir su futuro.

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El tercer momento de esta pandemia me golpeó cuando tuve que vivir en carne propia la vulnerabilidad y la incertidumbre: asumir que mis 81 años me hacen vulnerable y aceptar quedarme en casa –lo que no me cuesta ningún trabajo– pero que incomoda cuando es por obligación, recordándome la incertidumbre de un mañana para mí cada vez más corto.

Rezo –que es una forma de tomar conciencia– para aprender a reconocer mis limitaciones y mi fragilidad, para no convertirme en carga o estorbo, para que no me duela tanto el dejar de ser útil para los demás. Y, eso sí, disfruto la cercanía familiar gracias a la tecnología pero también gracias al poder de la oración que me permiten estar comunicada con mis hijos y mis hijas, con mis nietos y mis nietas, con mi hermana, mis sobrinos y tantas personas a quienes recuerdo en estos momentos y a quienes quiero y sé que me quieren.

Y un par de pensamientos desordenados alrededor de esta pandemia

El primer pensamiento que nos está rondando a ustedes y a mí es si Dios tiene algo que ver con esta o con cualquier otra pandemia. Mi comentario de teóloga católica, creyente y practicante, es que no tiene nada que ver porque la naturaleza tiene sus propias leyes con las que Dios nunca se mete. De eso estoy segura. Otra cosa es que circulen interpretaciones piadosas del hacer de Dios que atribuyen a su intervención la enfermedad o su curación. Dios puede actuar en los corazones de las personas –es una manera de referirse a las conciencias, a los procesos mentales, a las decisiones– para que actúen en beneficio de los demás. Como quien dice, no altera las leyes y los procesos de la naturaleza pero sí interviene en las acciones de las personas que se dejan tocar por su amor.

Por eso se puede descubrir su presencia y su acción escondidas en este apocalipsis que está trastornando rutinas familiares, prácticas laborales e incluso el orden mundial. Creo en la presencia de Dios en cada gesto de solidaridad, en cada acto de tolerancia, en cada acción humanitaria, en cada familia reunida. Creo firmemente en la presencia de Dios y en su acción en las personas que están asumiendo comportamientos extraordinarios de solidaridad, como es convencernos de que no nos aislamos para protegernos sino para proteger a los demás, lo que es un giro copernicano en la perspectiva de las relaciones interpersonales.

Creo, también, en su presencia y acción en la decisión que tienen que tomar quienes deben salir para que los demás podamos quedarnos en casa: en el compromiso valiente de los profesionales de la salud; en el aporte imprescindible de quienes hacen posible que bienes y servicios lleguen a nuestras familias y de quienes permiten que el mundo pueda seguir marchando, como los funcionarios públicos, las fuerzas militares y de policía, los vigilantes, los comerciantes y rappitenderos; en la decisión de empresarios grandes y chiquitos respecto a las circunstancias de sus trabajadores y trabajadoras; en los y las docentes aprendiendo a enseñar e inventando nuevos recursos pedagógicos: ¿quién se me queda en esta repaso?

El otro es que, como anteriores epidemias de cólera, de tifo o la famosa peste bubónica, se trata de una respuesta de la naturaleza al aumento desmedido de población y a la prolongación de la vida que la ciencia ha logrado. Lo que los científicos llaman un proceso de selección natural para disminuir los habitantes de nuestra Casa común y que sobrevivan los más aptos. Por eso nos ataca primero a los de tercera y cuarta edad.

Pero también interpreto esta circunstancia como un momento de salvación –lo que en teología se llama un kairós– y que es invitación a un cambio de mentalidad y de comportamientos. Un sacudón que despierta nuestra responsabilidad social; que nos está recordando que la vida humana vale más que el dinero; que nos está replanteando el sentido que le damos a la vida; que nos está demostrando que el sistema económico tendrá que cambiar, como tantas otras prácticas y rutinas están cambiando. La verdad, ¡un microorganismo nos está cambiando la vida y la visión de la vida!