La Navidad se ha convertido en un festejo compartido por todos. No hay ciudad ni centro comercial que no remita a ella en sus adornos, ofertas o iluminación. Si bien en estas fechas todos nos unimos en los deseos de paz y amor, no tengo todas conmigo de que nos sintamos igual de acordes con el elogio a la fragilidad que implica esta celebración en creyente.
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El centro de nuestros festejos es un bebé al que confesamos como Salvador. Si lo pensamos “en frío”, afirmamos que la máxima debilidad, que es siempre un recién nacido por más que sea Dios, es la única capaz de vencer todo el mal, todo el dolor y todo el sufrimiento. El modo más divino de amar no es otro que despojarse de capacidades y poderes para asumir la humanidad en toda su vulnerabilidad.
Nacemos en máxima fragilidad y estamos convencidos de que crecer implica hacernos fuertes, ocultando y protegiendo nuestra debilidad tras férreas armaduras. Solo algunas veces se nos regala la lucidez de intuir que ellas pueden acabar asfixiándonos si no aprendemos a ponérnoslas solo cuando sea realmente necesario. De hecho, es probable que crecer sea más parecido a vivir sin esas protecciones, respirando con profundidad la vida sin que nada nos ahogue.
Da igual que seamos cristianos y se suponga que esta lección está aprendida, porque en esto de acoger y abrazar la debilidad como salvífica, sea la nuestra, la ajena o la de todo un Dios,… todos estamos “en pañales”.