Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que los días socialmente instituidos, como el día de la madre, del padre o de los abuelos, son una cuestión más comercial que otra cosa. Por mucho que nos sirvan de excusa para festejar y agradecer la presencia de ciertas personas en nuestra vida, no deja de tener mucho de estrategia para vender. Aunque los liturgistas nos recuerden que, al menos en Europa, lo que tenemos que celebrar es a los patronos Cirilo y Metodio, que los pobres funcionan “regulinchi” a nivel de marketing, el catorce de febrero le toca el turno de ‘día oficial’ a san Valentín y a los enamorados. Es de imaginar que no es un día que una servidora celebre de manera especial, pero me he acordado de la fecha al conocer una pieza artesanal que es característica del norte de Portugal. Se trata de los ‘lenços dos namorados’, que son unos pañuelos blancos bordados con mensajes de amor en colores.
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La tradición, que se remonta al siglo XVIII, era que las jóvenes de la zona bordaran con estos mensajes piezas de tela de distintos tamaños que entregaban a los chicos de los que estaban enamoradas y que, si les correspondían, estos conservaban consigo. En tiempos de migración, conservar esos ‘lenços‘ adquiría aún más relevancia, porque se convertía en recordatorio del amor de quien aguardaba el regreso el que se iba lejos de su tierra. Lo más tierno de todo, por lo menos para mí, es que, incluso aquellos pañuelos que hoy se venden para los turistas, suelen estar escritos con errores ortográficos. Así, se pretende replicar aquellos originales que se conservan y en los que las mujeres se expresaban tal y como hablaban, escribiendo con las dificultades propias de su formación.
La imperfección
Cuando se escribe algo tan honesto, como aquello que brota del corazón ante una despedida inminente, lo menos importante es cómo está escrito. Por eso, dudo que existiera nadie tan mezquino que, al recibir uno de esos pañuelos, se le ocurriera despreciarlo porque tuviera más de una falta de ortografía inmortalizada en su superficie. Y esto no solo porque tenemos un sexto sentido para ir más allá de los gestos concretos e intuir aquello que se pretende expresar con ellos, sino también porque, en el fondo, intuimos que en las cosas importantes de la vida no existe la perfección, que nos mantenemos siempre “en el intento” y estamos en constante crecimiento.
La confianza, el cariño, la complicidad o el cuidado son algunos de esos regalos cotidianos que otros nos ofrecen y que conviene acoger, por mucho que puedan estar escritos “con mala letra” y con algún que otro gazapo en la forma en que se expresan. Esa torpeza, inevitable entre personas frágiles que somos, nos recuerda que somos proceso y que permanecemos en un eterno aprendizaje de todos esos distintos rostros que adquiere el amor. Me da a mí que, solo cuando veamos cara a cara a Quien es el Amor (cf. 1Cor 13,8-12), aprenderemos por ósmosis a querer con la gratuidad y la incondicionalidad con la que somos amados. Mientras tanto, tendremos que seguir bordando con faltas de ortografía ese ‘lenço dos namorados’ que es nuestra vida.