Se escuchó el ligero crujir del reclinatorio. El sacerdote dejó a un lado su libro de oraciones el cual siempre le acompañaba en ese pequeño espacio donde impartía el sacramento del perdón y de la reconciliación.
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El confesionario era muy especial para él, sabía que en ese pequeño espacio sucedían grandes cosas, ahí se veía el corazón de las personas, se mostraba tal cual, sin apariencias y sin ningún tipo de máscaras, sucedían cosas hermosas, lágrimas sinceras, encuentros verdaderos con el amor de Dios y sin duda, era uno de los lugares favoritos, donde las personas volvían a tener una nueva oportunidad para reconciliarse, transformar sus vidas y experimentar la liberación que da el perdón.
Abrió lentamente la cortina para iniciar con el sacramento. —Ave María purísima—. Esperó unos momentos, los necesarios para oír la respuesta; sin embargo, no escuchó nada, el silencio de la iglesia le hizo pensar que solo estaban ellos dos.
El sacerdote comenzó a reflexionar, que tal vez se trataría de un feligrés que llevaba mucho tiempo sin recibir el sacramento. Nada nuevo para él, esto sucedía con frecuencia, la respuesta no llegaba, así que decidió ayudar un poco y dijo en voz baja. —Sin pecado concebido—.
“Dime tus pecados”
El silencio seguía invadiendo el lugar, el sacerdote aclaró un poco la garganta y con calma, disminuyó el volumen de su voz para ofrecer esa tranquilidad que las palabras dan en momentos difíciles. —Dime tus pecados—. Una vez más, el silencio fue la respuesta.
Algunos pensamientos aparecieron en la mente del sacerdote, seguramente algo muy serio estaba atormentando a aquella alma, en ocasiones es muy difícil abrir el corazón de manera apresurada, él lo sabía, era de gran ayuda ese santo lugar, un poco el anonimato, otro tanto no enfrentar de manera directa al interlocutor, pero todo señalaba que en esta ocasión no iba a ser así.
Nuevamente el silencio incómodo, donde no pasaba nada, avanzaba el tiempo y la inactividad se vuelve pesada. El sacerdote, con prudencia mantuvo la pregunta y justo en el momento en que iba a volver a pronunciarla, escuchó la voz de un hombre maduro, que de forma determinante dijo: —No creo en la confesión—.
“Leyendo su libro de oraciones”
Ahora el silencio fue del sacerdote, sus pensamientos comenzaron a tomar forma, lo que acababa de escuchar era de por sí un pecado grave, es no creer ni confiar en la Iglesia católica, ignorar las enseñanzas de Jesucristo, sencillamente es no querer pertenecer.
Tantas ideas surgieron para iniciar una conversación profunda, que se decidió por la más sencilla, la que expresara misericordia, seguramente aquel hombre había dudado durante muchos años acerca de su fe y sin duda, de la Iglesia a la que pertenecía. De repente el sonido de un portazo o la caída de un florero del altar. No pudo identificar el origen de aquello que acababa de escuchar, se distrajo por unos instantes, suficientes para darse cuenta que no había nadie en el confesionario.
El sacerdote se levantó lo más rápido que pudo para cerciorarse que alguien estaba ahí. Nadie, sus ojos no vieron nada, ni siquiera a una persona cerca del altar, estaba completamente solo en aquella parroquia. No se asustó, más bien, entendió que había presenciado algo que no tendría explicación lógica. Con calma volvió a sentarse en el confesionario y siguió leyendo su libro de oraciones, el que siempre le acompañaba cuando iba a confesar.
“¡La confesión es más eficaz que el exorcismo!”. Sacerdote Gabriele Amorth.