No creo ser sospechosa de resultar muy clásica con las formas y con las celebraciones litúrgicas. Además, me inquieta que en el ámbito eclesial utilicemos un lenguaje alejado de la vida, que la gente no entienda o que resulte extraño a las inquietudes cotidianas de las personas de a pie. Pero, a veces, la línea roja que separa esta cercanía en la transmisión de la fe con traicionar sus contenidos esenciales resulta demasiado delgada y muy fácil de cruzar con toda la buena intención del mundo. Esa sensación tuve yo el otro día en la Primera Comunión de mi sobrino Hegoi.
Está claro que la inmensa mayoría de los asistentes, que no son ni teólogos ni biblistas como yo, no habrán caído en la cuenta de lo que voy a comentar y mis palabras les sonarán a “ciencia ficción”. De hecho, muchas personas me comentaron después lo que les había gustado una celebración tan cercana, tan participativa y tan “comprensible”. Seguramente pocos se dieron cuenta de que los rasgos de Jesús que se dibujaban eran tan razonables que en ningún momento se abrió el horizonte a que Él sea, además de un “indignado por la injusticia” y una persona comprometida, el Señor. Quizá nadie echó de menos que no se mencionara que su historia no acabó con la muerte porque resucitó, que es mucho más que nos acordemos de Él y nos inspire.
Jesús fue mucho más que un líder carismático, porque Él es el Salvador, pero quizá pocos de los que estaban presentes se dieron cuenta de que podían estar hablando de Mandela, Luther King o Gandhi: personas luchadoras que se enfrentaron a los poderosos, gente valiente que, una vez muertas, recordamos con cariño y nos alientan a ser como ellos. Un mensaje así es aceptable por cualquiera, incluso por los no creyentes, pero omite que Jesucristo es mucho más.
Para llegar a intuir Quién es Él de verdad se hace necesario un salto de fe, y esta no es cuestión de puños ni encaja con nuestros esquemas. Cuando aquello en lo que creemos es tan razonable y nos “cuadra” tan bien con nuestras lógicas como para que cualquiera lo entienda y lo acepte, no dejamos espacio real a Dios hasta llegar a sobrarnos. Dice el adagio que el traductor es siempre un traidor, pero yo sigo convencida de que hay un modo de traducir la experiencia creyente que es legítima y que no la traiciona.