Esta semana me he llevado un gran susto frente a unos exámenes médicos que finalmente resultaron ser benignos. Sin embargo, no pude dejar de mirar a ratos la posibilidad de la muerte y mi propio funeral. Coinciden las fechas con el primer aniversario de la partida de mi madre y el tema de la vida y la muerte no lo pude esquivar. He aquí algunas de mis reflexiones que me gustaría compartir.
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La muerte de otros
En primer lugar y quizás por la empatía que se vive con el dolor de los familiares, la reflexión inicial que a mí me surge es, ¿qué pasaría si fuera mi papá, mi mamá o mi abuelita o mi hijo al que estoy despidiendo? ¿Cómo viviría el momento? Frente a eso, a mí me surgen dos respuestas diferentes, pero complementarias: la tristeza y la esperanza. La expresión del dolor a través de las lágrimas, el llanto, creo que es absolutamente válido y sano sacarlo fuera. Si bien creemos en la vida eterna y en un futuro encuentro con esa persona que ya no está con nosotros, nuestra humanidad también sabe que no seremos capaces de abrazar, de tocar, de oír, de mirar nuevamente a ese ser amado con los cinco sentidos que conocemos. Hemos perdido, en nuestro tiempo y en nuestro espacio, la capacidad de comunicarnos. Así también, creo profundamente que desde el minuto que el alma sale del cuerpo de quien tanto amamos, inmediatamente se empiezan a despertar sentidos que no sabíamos que teníamos y comenzamos a sentir una presencia y compañía más sutil, pero más profunda e incondicional. San Agustín habla de que solo nos separa un velo… algo tan delgado y vulnerable que podemos empezar a percibir. He ahí la esperanza.
Una segunda reflexión, aún desde la mirada “de los vivos” es ver todo lo que se te regala en esta ocasión aparentemente tan sin consuelo. Casi siempre frente a la muerte, aparecen un montón de personas a las que tu hijo, tu papá, tu abuelita o quien sea, marcaron de tal manera que quieren hacértelo saber agradecidas; o bien esas personas que jamás pensaste estarían contigo, aprovechan de expresarte en estos momentos todo el cariño y el aprecio que te tienen. Se produce entonces un atenuante muy fuerte al dolor; parece que cada abrazo, cada ramo de flores y/o palabras de consuelo que te dicen, pasa a formar parte de un colchón donde puedes recostarte un poco y aliviar la pena. ¡Qué lástima eso sí, que uno tenga que llegar a estas ocasiones para decir todo lo bueno! Hay un refrán mexicano, que me gusta mucho, que dice: “En vida hermano, en vida”.
Un tercer elemento que surge de la partida de alguien es cómo ponerse de acuerdo con todos los que tienen derecho a opinar en el tema. Como todo hito fundamental en la vida, hay más opiniones que personas y si a eso se suma la tristeza y el apuro de resolver todo, la situación se hace aún más compleja. Desde qué coro, qué flores, qué iglesia, qué cura, hasta si se crema o no, si se hacen discursos o no, si se abre o no el ataúd… cada detalle puede pasar a ser un problema. Si se tuvo “la suerte” de preparar la muerte, es más posible salir del paso con tiempo y armonía, pero si la partida es imprevista, creo que lo más importante es poner “paños fríos” y priorizar. Dependiendo de las personas involucradas, se pueden tomar decisiones donde unos cedan por aquí y otros por allá y, sobre todo, pensar cómo le hubiese gustado a la persona que murió el tema. Si se trata de alguien muy informal y relajado, probablemente un coro gregoriano podría hacerlo revolverse en la tumba. Es fundamental no pelear por naderías y buscar siempre la concordia familiar. Todos están choqueados, pero cada uno lo expresa de manera distinta; habrá algunos nerviosos, otros activistas, otros retraídos o bloqueados… el dolor puede salir de muchas formas y hay que respetarse.
La propia muerte
Si nos pasamos ahora “al lado de los muertos” y fuésemos nosotros quienes partimos, las reflexiones que surgen también son muy interesantes. ¿Cómo me gustaría que me despidieran?; ¿Me importa el tema o ya va a dar lo mismo?; ¿A dónde me gustaría que me enterraran?, ¿Qué cura, qué canciones, con discursos, sin discursos, etc.? Es un tema que yo por lo menos tengo bastante poco resuelto. Supongo que me gustaría que fuera en un lugar que tuviera que ver conmigo y que no complicara a nadie. Sin embargo, la pregunta que siempre me surge es qué me gustaría que recordaran de mí e inmediatamente aparece las contradicciones con la vida. Cada vez que se suben “las autoridades” de la persona fallecida y empiezan a leer toda la lista de cargos y cosas que hizo, a mi parecer es una lista muy aburrida que nadie escucha con demasiada atención. No así cuando los más cercanos comienzan a recordar las anécdotas, los detalles inéditos de la persona, los afectos que deja, las enseñanzas, los valores que vivía y promovía, “el muerto” deja de estar muerto y vuelve a tomar vida.
Los cargos, publicaciones, edificaciones y obras son más bien un listado en el papel. Los sentimientos y recuerdos personales son entidades que toman vida propia y permanecen en el corazón de todos los que lo conocieron y también de los que no. Con todo esto entonces, ¿qué tiempo estamos dedicando a cultivar los afectos, a dejar recuerdos imborrables en los demás, a plasmar nuestra esencia donde vamos, a marcar el corazón de las personas que conocemos? Y, por el contrario, cuánto tiempo le estamos dedicando a llenar currículums, a hacer y hacer, sin darle tiempo al ser. Decía el Padre Hurtado, santo chileno,” nuestra vida es un disparo a la eternidad”. ¿Qué vamos a hacer con ella? Esa es la gran pregunta.