Los ciclos de tiempo y la conexión entre el universo y nuestra naturaleza humana ha dado origen a diversas festividades que generalmente coinciden con los ciclos de la naturaleza como los solsticios, equinoccios y periodos asociados al cambio de estaciones. Los egipcios y persas observaban el año nuevo durante el equinoccio de invierno. El cristianismo influyó en Europa a la definición de la fiesta del año nuevo, que se celebraba el 25 de marzo hasta la reforma gregoriana. El nombre del mes marcado como el primero del año “enero” proviene del Dios Romano “Janus” que significa Dios de los portales (principio y fin). Enero como inicio del año era considerado en la tradición celta como la puerta que da paso del presente al futuro. [1]
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Siguiendo la tradición, empezamos el año con una colección de buenos deseos que recibimos de nuestros seres más queridos y amistades. Estos deseos nos dan un impulso para empezar el año con resoluciones y propósitos que según las estadísticas, llegan a ser cumplidos por tan solo 20% de las personas. Muy pronto los buenos deseos y los propósitos se nos disipan perdiéndose así una oportunidad de cambio.
¿Por qué nos cuesta tanto el cambio? ¿Por qué nuestra voluntad es tan débil?
Un filósofo contemporáneo llamado Alasdair MacIntyre, en su último libro titulado “Ética en los conflictos de la modernidad” afirma que el criterio axiológico último de la persona es la subjetividad; cada uno tiene su punto de vista, cada uno tiene su verdad, cada uno tiene sus particulares propósitos, por eso, una de las características de nuestra época es una resaltada crisis de la objetividad, la persona queda reducida a una pura voluntad que opta sin razones por determinados principios y no por el bien que debería moverlo, de ahí que los buenos deseos se queden en eso, solamente buenos propósitos.
En este inicio de año que coincide con la Epifanía “manifestación de Dios al mundo” es un momento oportuno para revalorar nuestros propósitos de cambio, ya que si Dios se manifiesta, es para convertirnos en actores principales de su gracia, para poder lograr los cambios oportunos que nos permitan ser mejores. Eso es manifestar al mundo la hermosa experiencia del Emmanuel, del Dios con nosotros.
Podrán existir un sin fin de maneras de manifestar a Dios al mundo, pero la que se hace más concreta y visible es que nuestros propósitos se conviertan en hechos, quizás en esto manifestaremos que Dios camina con nosotros.
¿Qué significa que Dios se manifieste?
Dios ha querido manifestarse, para comunicarse, para hacerse accesible a todos. Esto tiene una importante consecuencia para la comprensión de nuestra fe, que no puede reducirse a una “opción privada”, a una íntima convicción que no debe manifestarse. Hoy, con frecuencia, en nombre de una tolerancia mal entendida, se nos invita a profesar la fe con tal de que no la manifestemos, de que la practiquemos en nuestro fuero interno, en el ámbito privado de nuestras asambleas litúrgicas, pero renunciando a tratar de que la fe impregne nuestro actuar, nuestro pensamiento y nuestra presencia pública. Esto es pedir un imposible ya que Jesús no se manifestó para fundar un club privado, sino que vino a decirnos que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos sus hijos y que todos somos hermanos. Y esto atañe al mundo entero.
Así pues, respetando la libertad que nos regaló y renunciando a imponer nada a nadie, los cristianos no podemos dejar de proclamar el significado y la importancia para todos de lo que nuestra fe proclama, y de testimoniar, es decir que Jesús se ha manifestado en nuestras vidas y que la ha trasformado y con ello encontrar la fuerza para convertir nuestros propósitos en acciones concretas.
La visita de los reyes, conmemoración de la fiesta de Epifanía, es ya una tradición arraigada, de pequeños recibimos año con año sus regalos, recordándonos el momento en que llevaron sus ofrendas a Jesús. Los tres sabios de oriente buscaban al “rey de los judíos”, no lo encontraron en un palacio, sino en donde menos esperaban. Estos sabios, siguiendo la estrella, buscaban al niño para adorarlo, significa que entre la razón y la fe, entre la naturaleza y la gracia no hay contradicción alguna, que la ciencia y la revelación, sin reducirse la una a la otra, no son opuestas sino convergentes. La decisión de los reyes fue encontrar a Jesús, caminarse, buscar, moverse por caminos alternativos, fue firme. Su propósito era encontrarle. Esa fuerza es la que hoy necesitamos para que los buenos deseos se conviertan en acciones que nos lleven a encontrar a Jesús que lo cambia todo al final de cada camino.
Nuestros sabios de Oriente, bien dispuestos y abiertos a las evidencias de la razón y a las revelaciones de la Escritura, encuentran al niño y le ofrecen sus dones. Son toda una profesión de fe: oro (el niño es Rey de reyes), incienso (es el Hijo de Dios), y mirra (su trono y su gloria serán la cruz). Creo que estos sabios de oriente son un claro ejemplo de lo que cada uno de nosotros estamos llamados a ofrecer, es decir nuestros propósitos si los llevamos a buen puerto pueden manifestar la presencia de Dios en nuestro mundo.
[1] Michael Judge, The origins of the calendar: the Dance of Time, 2004, p. 100