Ahora, que estamos en época de revisión de exámenes, resulta fácil comprobar este dato: si nos cuesta aceptar nuestros propios límites, somos aún más intransigentes con nuestros errores. Los alumnos aceptan que no pudieron hacer más con el tiempo que invirtieron en el estudio, pero se enfadan con ellos mismos cuando cometen el fallo de, por ejemplo, equivocarse al marcar la respuesta.
Y esto que les pasa a ellos, nos sucede a todos, porque decimos que “equivocarse es de humanos”, pero nos rebelamos con uñas y dientes ante nuestras propias torpezas. Llevamos dentro de nosotros el más implacable de los jueces, porque nos convertimos en acusados, fiscales y verdugos. Aunque podamos ser algo más condescendientes con los demás, el hecho es que, cuando sabes qué debes y quieres hacer pero haces lo contrario por confusión, se nos despliega la infinita capacidad humana de autocastigo.
La paradoja es que mantenemos un curioso doble rasero para nosotros mismos, de manera que los errores más tontos se nos quedan tatuados en la memoria de forma imborrable, mientras olvidamos con facilidad, no solo los aciertos, sino también las heridas que generamos cada día en quienes nos rodean. Quizá el problema radica en que nos sigue doliendo más el orgullo herido, ese lastimado por ver desdibujada la imagen que nos hemos construido, que el sufrimiento cotidiano de los que están cerca. ¡Aún falta mucho para aceptar nuestra torpeza con la misma benignidad con la que Dios la abraza!