“¿Sois felices?”. Con toda sencillez y así de directo comenzaba la homilía el domingo el sacerdote donde celebré la eucaristía. “Os lo pregunto porque me da la impresión de que a veces nos conformamos con hacer el bien y ser buena gente, pero no vamos más allá ni buscamos más. Y la vida tiene que ser algo más. Puede ser algo más”. No es tan frecuente encontrar una homilía que utilice un lenguaje normal, que hable de cosas normales, de las que todos vivimos. Y cuando coincide es una alegría. Y ayuda.
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¿Sois felices? Vaya pregunta. Especialmente cuando aparentemente todo apunta a que digas que sí. ¿Por qué no? Tengo familia, tengo amigos, un trabajo, un proyecto… No hay nada que me quite especialmente el sueño o me haga sufrir más allá de lo cotidiano… No tengo grandes problemas con nadie ni enemistades enquistadas… Puedo disfrutar de ratos de tiempo libre, de ocio… Como creyente (más o menos convencido) voy a misa con cierta frecuencia, sé que “algo existe”, intento vivir honradamente y no hacer a otros ningún mal… cumplo con mis obligaciones familiares (o comunitarias o religiosas o sacerdotales). Si uno atraviesa momentos de dificultad o está en un momento complicado, entonces es otra cosa.
Ya, pero ¿sois felices? Y entonces me vino primero la cara del joven rico, esos ojos tristes que expresan cualquier variante del “querría-pero-no-puedo”… Y después me llegó la voz de María en Caná: “No tienen vino”. Y afirmé suavemente su diagnóstico… era eso. Y luego llegó Él y su mejor vino. Seis tinajas repletas. De las grandes. ¡Y qué vino!
¡Hay un vino mejor!
Y creo que entendí la pregunta. Y entendí que estar bien no es ser feliz. Que poder aguantar y esperar un poco más no es ser feliz. Que beber el vino de la alegría en las bodas de la vida está muy bien, y hay que agradecerlo, sobre todo cuando hay tantos que no lo tienen, ¡pero hay un vino mejor!
¿Sois felices? ¿Queréis ser felices? Entonces, haced lo que Él os diga. No lo que se espera de vosotros, no lo que has soñado toda tu vida, no lo que debes hacer, no lo que te da seguridad, no lo que más has amado, no lo que has ido construyendo día a día. No. Lo que Él os diga. Eso que tan imperceptiblemente has sentido alguna vez por dentro. Eso que has visto alguna vez tan real y luminoso como una estrella y a la vez tan fugaz que todo te hizo pensar en que era pasajero. Eso que se cuela en tu cabeza suavemente, como pidiendo permiso. Eso que empiezas a intuir que si miras para otro lado estarás traicionando tu ser más hondo. Eso que quizá no entiendas ni sepas cómo afrontar. Eso que te ilumina los ojos y el alma y el estómago y las ganas, aunque a la vez te aterre.
“Haced lo que Él os diga”, qué es tanto como conjugar en primera persona “sígueme”. Otro modo de recordarnos que nos jugamos la vida en responder a invitaciones así de imprevisibles. Así de incierto, así de incontrolable, así de inesquivable.
Igual no tienes que cambiar nada, solo el modo de vivirlo. Igual tienes que dar un giro y recalcular la ruta. Sea como sea, si sabemos lo que hay que hacer, ¿por qué no lo hacemos?
Se trata de ser felices, ese precioso querer de Dios para cada uno de nosotros que no se conforma con que seamos buenos, con que vayamos tirando. Y que nada tiene que ver con una voluntad ajena que se nos impone, sino que se revela como el querer más íntimo y más libre de nosotros mismos. Ese “más” que convierte una fiesta en el banquete de tu vida. ¡Gracias Maestro!