Esto de ser de Bilbao y vivir en Granada tiene su punto de contraste. No solo acumulo anécdotas como para poder reescribir el guión de ‘Ocho apellidos vascos’, sino que mi día a día se convierte en un estudio comparativo. Una de las cosas que no deja de sorprenderme es la intensidad de la luz que tiene esta ciudad. Mientras en el norte de España es más frecuente encontrarse el cielo nublado, en el que cualquier rayo de sol tiene que sortear los escollos de las nubes para poder llegar a las personas, aquí puede hacer un frío siberiano sin que eso impida que el sol caliente e ilumine con fuerza. Esta claridad es, sin duda, algo a lo que es fácil acostumbrarse, aunque al principio me generara desconcierto y me sintiera cual vampiro saliendo de su escondrijo al clarear de un nuevo día.
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“El sol que nace de lo alto” (Lc 1,78)
Además de ser importante para activar la vitamina D, que tiene su efecto en el estado de ánimo, dicen que la luz solar también facilita que se segreguen endorfinas. Vamos, que dejarnos iluminar por el sol nos alegra la vida y nos esponja por dentro. Quizá por eso nos sale decir que hay gente que es “un sol”, que no solo ilumina por donde pasa, sino que su talante nos hace respirar de modo distinto y nos cambia el humor. Quizá por eso en la lógica de Israel el rostro de Dios tiene luz propia y anhelamos, a veces sin saberlo, el mismo deseo que expresaba el salmista: “Que brille tu rostro y nos salve” (Sal 80,4). Quizá también por eso, el nacimiento de Jesucristo se entiende como la visita “del sol que nace de lo alto” (Lc 1,78).
En estos días soleados de Granada en los que el frío no impide que la luz ilumine cada rincón de la ciudad y lo tiña todo de un color distinto, una entiende mucho mejor la invitación de Jesús a ser luz (Mt 5,14), a irradiar la claridad que recibimos de Otro y a generar la misma sensación de esponjamiento que nos produce un rato al sol, por más gélido que pueda resultar el ambiente.