“Apocalipsis” y “apocalíptico” son dos palabras que se oyeron bastantes veces en el pasado debate de investidura del candidato a presidente del Gobierno. Sin duda, el sentido que se daba a esos términos es el que señala el ‘Diccionario’ de la RAE: “1. Fin del mundo. 2. Situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total”. Pero hay que advertir que, en rigor, y remontándonos a los orígenes de estos términos, el significado es muy diferente. O por lo menos mucho más matizado. Esta es, quizá, una razón para no dejar que la Religión deje de ser una materia presente en el currículo escolar.
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No descubro nada nuevo si digo que “apocalipsis” significa “revelación, desvelamiento” (de hecho, en el ámbito anglosajón, el libro bíblico que entre nosotros se conoce como Apocalipsis se denomina precisamente Revelación). Pero revelación o desvelamiento ¿de qué? Del destino final del mundo y de la historia. Un destino final que no tiene para todos el mismo rostro. Dicho de otra manera, que el destino final de los “buenos” es radicalmente diferente del destino final de los “malos”.
El destino de los buenos es la salvación; el de los malos, la condenación. Y este destino se concreta –según la mentalidad apocalíptica– mediante una gran conflagración, una guerra, a escala universal y cósmica, en la que intervendrían los seres humanos, la naturaleza y, en último término, los poderes trascendentes: Dios y las fuerzas que se oponen a él; es la lucha definitiva entre el bien y el mal. Por eso, las imágenes apocalípticas se han solido centrar en esta conflagración, dado su carácter total y abarcador.
Pero no hay que olvidar que el pensamiento apocalíptico –concretado en obras literarias “apocalípticas”, que florecieron entre los siglos III a. C. y II d. C.– apunta en realidad a la salvación de los buenos, de aquellos que están al lado de Dios y defienden su causa (que normalmente padecen una situación de persecución) y la derrota de los malvados. La “situación catastrófica” y la “destrucción total” de las que habla del ‘Diccionario’ es solo el estadio previo a la gran victoria de Dios y de los suyos y la definitiva desaparición del mal.