El domingo
Mientras, en la mañana del 1 de octubre, Carles Puigdemont esquivaba los colegios electorales cerrados y llegaba a Cornellà de Terri y encontraba una urna en la que depositar su papeleta, el papa Francisco hablaba de alta política. Lo hacía en la plaza de Cesena, en la región de la Emilia Romana, al norteste de Italia. La plaza, centro de la vida ciudadana es el lugar donde los grupos particulares toman conciencia que sus deseos deben estar en armonía con aquellos de la colectividad.
En la plaza “se aprende que, sin perseguir con constancia, empeño e inteligencia el bien común, ni siquiera los individuos podrán beneficiarse de sus derechos y realizar sus más nobles aspiraciones, porque disminuiría el espacio ordenado y civil en el cual vivir y obrar”. Para el Papa, “la centralidad de la plaza envía por lo tanto el mensaje que es esencial trabajar todos juntos por el bien común. Y esta es la base del buen gobierno de la ciudad, que la hace bella, sana y acogedora, lugar de encuentro de iniciativas y motor de un desarrollo sostenible e integral”.
“Este es el rostro auténtico de la política y su razón de ser un servicio inestimable por el bien de la entera colectividad. Y este es el motivo por el cual la doctrina social de la Iglesia la considera una noble forma de caridad”, subrayaba Francisco yendo más allá de las situaciones internas y particulares, a la vez que animaba a todos a rechazar “toda mínima forma de corrupción”.
Por la tarde, con los universitarios de Bolonia, lugar de tradición y de renovación de los planes universitarios y de nacimiento del programa Erasmus, el Papa rememoraba el proyecto europeo. “¡No tengáis miedo de la unidad! Las lógicas particulares y nacionales no puede hacer desaparecer los sueños valientes de los fundadores de la Europa unida”, clamó Bergoglio a la vez que condenaba toda forma de opresión y violencia.
Los católicos
Sacerdotes, religiosos e incluso obispos han puesto su granito de arena en lo que a fractura social se refiere. Aunque la Conferencia Episcopal o el propio cardenal de Barcelona invitaban serenamente al diálogo y a la moderación, por otro lado un grupo de clérigos firmaba un manifiesto “movidos por los valores evangélicos y humanísticos que representamos y empujados por el amor sincero al pueblo que queremos servir, en sintonía con nuestros obispos, que reiteradamente han afirmado el carácter nacional de Cataluña y consideran que conviene que sean escuchadas las legítimas aspiraciones del pueblo catalán” lo que, vista la situación, les llevaba a considerar “legítima y necesaria la realización de este referéndum”.
En esta declaración, que señalaba a los obispos catalanes y su magisterio propio, fue visto por la mayoría como un mensaje contrario al de cordura y fraternidad de los prelados. Sin embargo, durante la noche del sábado y todo el domingo, puntos calientes como han sido Solsona y su obispo, Montserrat y sus homilías, los colegios religiosos y sus actividades culturales nocturnas o algunas parroquias y conventos. La violencia ha estado presente también en las casas religiosas.
En la basílica de Santa Maria del Pi de Barcelona, los versículos de san Mateo –“Jesús los llamó y les dijo: —Sabéis que entre los paganos los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad” (Mt 20,25)– se mezclaban con los acordes del “Cant dels ocells” de Pau Casals y sus palabras ante las Naciones Unidas –“Catalunya tuvo el primer parlamento, mucho antes que Inglaterra”– o el “Hallelujah” instrumental de Leonard Cohen. En el altar, una gran bandera y una soga. Contrasta esta participación y presencia eclesial de estos días con la tendencia habitual en la que, a pesar de que se multipliquen propuestas pastorales pioneras, la secularización ha mostrado su cara más árida desde hace años. Eso sí, parece que por unas u otras razones, la Iglesia ha cabreado a todos.
El magisterio
El final de las monarquías absolutistas dieron paso, como reacción a los estados centralistas, a nuevos sentimientos nacionales. Los nacionalismos del XIX, especialmente gracias a movimientos como los generados durante la unificación italiana, tocarán muy profundamente la reflexión eclesial al respecto. En este sentido el Magisterio fue duro, leído con la perspectiva de los años, no tanto con los sueños nacionales emergentes sino con el tinte liberal o ilustrado –es decir, prescindiendo de Dios, como quedará claro en muchas de las últimas revoluciones burguesas–.
El nuevo concepto de nación que se fraguó al inicio de la llamada Edad Contemporánea se circunscribía a una idea de nación como agregado de individuos que forman un cuerpo soberano fuerte –a través del acuerdo, o del “contrato”–, creando de esta manera una nueva identidad de las personas que quedan disueltas dentro de un estado. Se convierten, de esta manera, los términos “sociedad” o “nación” en intercambiables.
León XIII y el siglo XX precisamente reivindicarán la diferencia “entre la nación y sus componentes de carácter hereditario y cultural, la sociedad civil, el cuerpo político y el Estado, la patria y el amor que debe dispensársele”, en palabras de Teresa Compte. La misma profesora señala las tesis presentes en este renacimiento de la Doctrina Social de la Iglesia: “Primacía de los intereses religiosos sobre los nacionales, subordinación de éstos al desarrollo espiritual de la persona, defensa de las tesis autonomistas, que no independentistas, y negación rotunda a cualesquiera formas de violencia en la defensa de las peculiaridades nacionales”.
El contacto y el conocimiento de los últimos papas con realidades diversas y complejas, algunas marcadas por la autodeterminación, ciertamente han iluminado la reflexión católica –que, no lo olvidemos, quiere decir “universal”– al respecto. Así, la reflexión moral contemporánea ha individuado el sentido de identificación, de arraigo y de vitalidad que encierra el concepto “nación”; a la vez que el “estado” expresa todos los elementos propios de la convivencia ordenada en una sociedad en la que se busca el bien común.
Estas precisiones, tanto terminológicas como en sus consecuencias concretas, no pueden ir contra la llamada a la unidad y a la comunidad que Jesús nos hace. Como tampoco dinamitan la legalidad o los principios que mantienen el estado de derecho. La defensa de las minorías oprimidas o la salvaguarda de los derechos humanos son criterios –incluso, evangélicos– a la hora de valorar a los nacionalismos en su justa medida. La Iglesia, oficialmente, se ha pronunciado atendiendo precisamente a estos elementos coyunturales en algunas situaciones, sin dar recetas de genéricos.
Una nación necesita, además de un sustrato cultural, la identificación de sus moradores. ¿Podemos valorar, sin faltar a la prudencia, una situación en la que actitudes personales marcan el fondo de la cuestión?