“Creer en la Naturaleza es peor que creer en Dios”. Esta frase aparecía destacada en un artículo de Darío Prieto aparecido en ‘El Mundo’ (31-05-2019) que daba cuenta de ‘El jardín de los delirios’, un libro de Ramón del Castillo, profesor de Filosofía de la UNED, que aborda con humor la cuestión ecológica.
En el artículo se hablaba de cómo “la ecología se practica como un culto. Y el culto a la Naturaleza crece conforme decrece el culto a la humanidad”. Como ejemplo se mencionaba que en ‘National Geographic’ se califica continuamente a la red de parques naturales de Estados Unidos como “lugares sagrados”. “La gente que ya no cree en Dios ni en la humanidad se va al Gran Cañón como si fuera una catedral gótica”.
Es sabido que las religiones del Próximo Oriente antiguo divinizaban la naturaleza, o al menos algunos aspectos de ella. Así, por ejemplo, en la cosmogonía de Heliópolis, en Egipto, el cielo es la diosa Geb, mientras que la tierra es el dios Nut. En las representaciones iconográficas se dibuja a Geb como una mujer desnuda cuyo cuerpo arqueado y lleno de estrellas es figura del cielo nocturno.
Asimismo, en la mitología mesopotámica, concretamente en el poema de la creación ‘Enuma elish’, el dios Marduk –dios nacional de Babilonia– crea el cielo con la mitad del cuerpo muerto de la diosa primigenia Tiamat, con la que ha mantenido un colosal combate. Es decir, el cielo no deja de ser una realidad divina, puesto que está hecho con “carne divina”.
Por el contrario, ya en la primera página de la Biblia observamos algunos detalles que apuntan a una evidente desacralización de la naturaleza. Así, la palabra hebrea para ‘firmamento’, ‘raqîa‘’, es un término que procede de un verbo cuyo significo es golpear una plancha; el cielo, pues, es entendido como una bóveda, algo ‘firme’ (firmamento) que sirve para separar las aguas superiores de las inferiores. Desde luego, nada divino.
Por otra parte, en el cuarto día de la creación, las obras que Dios hace son el sol, la luna y las estrellas. Pero sol y luna no son llamados con esos nombres, sino con un circunloquio: lumbrera mayor y lumbrera menor, subrayando así su dimensión práctica; su función es regir los tiempos, pero en absoluto son dioses, como en Babilonia.
Hay que cuidar la naturaleza y disfrutar ‘sosteniblemente’ de ella, pero la naturaleza no es Dios.