En la última entrega de este blog hablaba de la unción a propósito de uno de los elementos que conformaron la coronación del rey Carlos III de Inglaterra en la abadía de Westminster. Allí decía que este gesto, proveniente del Antiguo Testamento, estaba reservado a personas y objetos “separados” para Dios.
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La unción regia tiene como paradigma la de David, modelo de reyes en la Biblia: “Samuel preguntó a Jesé: ‘¿No hay más muchachos?’ Y le respondió: ‘Todavía queda el menor, que está pastoreando el rebaño’. Samuel le dijo: ‘Manda a buscarlo, porque no nos sentaremos a la mesa, mientras no venga’. Jesé mandó a por él y lo hizo venir. Era rubio, de hermosos ojos y buena presencia. El Señor dijo a Samuel: ‘Levántate y úngelo de parte del Señor, pues es este’. Samuel cogió el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante” (1 Sam 16,11-13).
Ungido
En el libro del Éxodo se menciona así la unción de los sacerdotes: “Luego mandarás a Aarón y a sus hijos acercarse a la entrada de la Tienda del Encuentro y los harás lavarse. Tomarás los ornamentos y revestirás a Aarón con la túnica, el manto del efod, el efod y el pectoral; y sujetarás el efod con el cíngulo. Pondrás el turbante en su cabeza y sobre el turbante pondrás la diadema santa. Luego tomarás el óleo de la unción y lo derramarás sobre su cabeza, para ungirlo” (Ex 29,4-7).
Los profetas suelen ser los que ungen, aunque rara vez aparecen ellos mismos como ungidos. Así, de Elías se dice que debe ungir a Eliseo (1 Re 19,15-16), aunque luego no se narre el acontecimiento. Lo que leemos en Is 61,1 habría que entenderlo metafóricamente: “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”.
En la Biblia hay un ungido por antonomasia: el Mesías. De hecho, el término procede del hebreo ‘mashíaj’, que significa precisamente “ungido” (traducido luego al griego como “Cristo”). La razón es que el Mesías era considerado descendiente de David, por tanto, rey (aunque en Qumrán se hablaba también de un Mesías sacerdotal). En el mundo judío, al Mesías no se le considera un personaje “divino” o “celestial”, sino un instrumento humano mediante el cual Dios liberará a su pueblo.
Solo los cristianos otorgaron al título una dimensión divina, incorporando el título, además, al nombre de Jesús: Jesucristo, de modo que se convirtiera en una verdadera confesión de fe: “Jesús [es el] Mesías”.