Hace ya casi 60 años que concluyeron las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II (CEVII), mismos que he venido afirmando una tesis: contrariamente a lo que se piensa, sus principales aportes fueron en el terreno de la eclesiología, no de la liturgia.
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Comprendo que, para muchas personas, en especial para quienes asistían desde antes de ese magno evento a las eucaristías parroquiales, los cambios que se dieron en los ritos eucarísticos -la utilización de las lenguas vernáculas, con cantos y ritmos autóctonos, la remodelación de los templos con arquitecturas más folklóricas, la presidencia de la celebración ya no de espaldas al pueblo sino frente a él, etc.- hacían suponer que esas modificaciones cultuales representaban la gran mutación de la Iglesia Católica, deseosa de adaptarse a los tiempos actuales.
Sin embargo, me parecía que el gran regalo del CEVII se había dado en el terreno de la eclesiología, no de la liturgia. Y es que las dos grandes constituciones que tocaron el tema eclesial, la dogmática Lumen Gentium y la pastoral Gaudium et Spes, presentaban una imagen de la Iglesia diferente: si antes ésta se concebía como una pirámide, en la que el Papa, los obispos, los sacerdotes y los religiosos estaban en la cúspide de la misma -y por lo tanto más cerca de Dios-, con los laicos en la base, ahora la composición era diferente, semejante a un círculo, en donde todos se situaban al mismo nivel, sin diferencias de dignidad y todos podían también estar junto a Dios.
La nueva figura eclesial afectaba no sólo la idea de santidad, sino también la de responsabilidad, pues con la anterior, el Papa, los obispos, los sacerdotes y religiosos eran más responsables, y los laicos menos. Ahora no: todos comprometidos de acuerdo a sus diferentes ministerios, así como todos eran dignos y podían ser santos.
Por ello, celebro lo afirmado por Darío Vitalli en entrevista para este medio. El coordinador de los expertos teólogos en el Sínodo de la Sinodalidad, y profesor de la Facultad de Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana, acaba de sostener que “el clericalismo responde a un modelo de Iglesia piramidal, fundamentado en dos bandos: los clérigos y los laicos, relegando a estos últimos a una ‘posición sujeta y pasiva'”.
Vitalli, entonces, añade una razón para el clericalismo: una eclesiología pre-vaticana, favorecedora del autoritarismo y la impunidad en los clérigos, que el espíritu sinodal quiere combatir.
Pro-vocación
Otra gripita del papa Francisco y brotan los curas que ya rezan para que se vaya al cielo. Lo que en realidad desean es que muera el espíritu de renovación y cambio que él ha impulsado. De que algún día fallecerá no hay duda. De lo que deben temer, más bien, es que su legado permanezca, independientemente de quien lo suceda.